Domadoras de garbanzos | Crítica de Danza

La feminidad no domada de Nieves Rosales

La bailarina Nieves Rosales regresa a Sevilla con esta pieza.

La bailarina Nieves Rosales regresa a Sevilla con esta pieza. / Enrique Pérez

Impresiona atravesar una ciudad literalmente tomada por una auténtica riada de gente (personas de todas las edades que caminan de un lado a otro, de un bar a otro) y entrar en el solemne silencio de una sala teatral de la periferia. Un teatro con muy poco público, a pesar de su solera (fue fundado por Salvador Távora) y de que la artista que la va a habitar posee una calidad y una trayectoria como las de la malagueña Nieves Rosales. Increíble, sobre todo cuando elegirla no suponía más riesgo que el que presenta todo arte cuando es auténtico, cuando no se trata de una mera operación comercial.

Y mientras pensamos en lo bonito que sería fomentar una Sevilla de la cultura, junto a la Sevilla de las tapas, comienza un espectáculo íntimo y hermoso, como un poema que nos transporta -si nos dejamos- a un lugar imaginario cuyos elementos (una escalera de trapecista, un traje...) nos remiten a un circo de poca monta. En él, una mujer, la esposa del domador (símbolo tal vez de todos los domadores de mujeres del mundo), se ve condenada a contar los garbanzos que le sirve cada día a su marido.La pieza está basada en el texto del mismo título con el que el dramaturgo sevillano Raúl Cortés -asiduo colaborador de la bailarina- ganó en 2007, exaequo, el premio Internacional de Teatro de Autor Domingo Pérez Minik.

No utiliza Rosales, sin embargo, demasiadas palabras. No las necesita, porque si hay una artista que tiene claro que no hay separación alguna entre la danza y el teatro, ésa es la fundadora de la compañía Silencio Danza.

El lenguaje de Nieves Rosales fluye poéticamente entre el teatro y la danza

Su discurso universal de mujer sojuzgada, primero golpeada en su autoestima y luego rebelde, en fuga hacia su propia conciencia, fluye sin resquicios de principio a fin, utilizando recursos teatrales y dancísticos y, dentro de estos, con un amplio y preciso vocabulario en el que el flamenco y el contemporáneo abandonan su nombre para convertirse en pura danza. Una danza guiada por las emociones y por el tempo que le marca un dramático violonchelo o una banda de cornetas y tambores. Una danza que, como el buen cante, termina cada frase, redondea con sentido cada movimiento. Porque otra de las cualidades de Rosales (premio Lorca a la mejor intérprete en 2016) es su gran expresividad.

Junto a los textos y a la música, ayuda a la dramaturgia el vestuario, especialmente ese vestido amarillo con el que no puede –ni nosotros– renunciar a volar. Un trabajo sencillo y poético de una magnífica bailarina que bien merece esta noche una visita al teatro del Cerro del Águila.

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