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“Un posible resumen del libro sería: niño en el Logroño de los años sesenta, muchacho en la Zaragoza de los setenta, aprendiz de novelista en la Barcelona de los ochenta”. En Ropa de casa (Seix Barral), Ignacio Martínez de Pisón hace memoria y repasa los años primeros que condicionarían su visión del mundo, ese tiempo en que “se está construyendo la persona, y por tanto se está construyendo el escritor”. Una reflexión sobre la huella que dejan las raíces y un emocionado “testimonio de gratitud”.
–En el libro se llega a preguntar a quién puede interesarle “una vida en la que no han pasado demasiadas cosas”, pero acaba concluyendo que “no sólo a los pomelos y a las naranjas se les saca jugo: también a las mandarinas”.
–Sí, yo creo que la buena literatura es la que consigue hacer interesantes las vidas modestas. Una biografía llena de aventuras la puede contar cualquiera, lo difícil es hacer atractiva una vida en la que no han pasado grandes cosas. Si resumes mi biografía es la historia de un chico que pierde a su padre a los nueve años y que con 23 publica su primer libro. No ha ocurrido nada más, digamos, importante. Y aun así, por lo que he visto en las primeras reacciones, la gente se lee el libro sin poder parar, algo que se agradece.
–Define Ropa de casa como “el relato de la formación de un escritor, porque uno es escritor desde mucho antes de escribir sus primeras líneas”.
–Sí, porque la infancia y la adolescencia son periodos en los que se está construyendo la persona, y por tanto se está construyendo el escritor, que es alguien que debe tener una conexión directa con el alma humana. Si quieres escribir, contar historias que lleguen a los otros, debes saber mucho de ti y de los demás. Si te preguntan cuándo te convertiste en escritor puedes dar la fecha en que se publicó tu primera novela, pero ¿en qué momento empiezas a armar tu arsenal, ese mundo del que luego te has nutrido? En la infancia. Es revelador que todos los escritores acaben volviendo en su obra a ese momento, acaben explorando la relación con sus padres, retratando su adolescencia. Son hechos determinantes que van a dar cierta profundidad a lo que escriben.
–La Transición fue una etapa “proclive al reproche entre generaciones”, pero la muerte temprana de su padre evitó los enfrentamientos en su casa...
–Habría preferido que mi padre no se muriera cuando yo era tan niño; que mi abuelo materno, al que yo quería como a un segundo padre, hubiera vivido unos años más. Pero viéndolo con la perspectiva del tiempo entiendo que esas muertes me ahorraron un conflicto que en algún momento habría tenido que explotar. Muerto Franco en el año 75, cómo no me iba yo a enfrentar a mi padre, que había sido un militar franquista toda su vida; cómo no me iba a enfrentar a mi abuelo que era el último carlista que quedaba no sé si en España pero por lo menos en Aragón. Pero también pasa otra cosa, que el recuerdo que tengo de ambos es el de dos buenas personas, y quiero pensar que si hubieran sobrevivido no habríamos tenido enfrentamientos terribles. Aunque defendían posturas totalitarias sus caracteres no eran autoritarios. Hubo mucha gente franquista que en la práctica fue tolerante. Mi abuelo era capaz de sacar de la cárcel una y otra vez a un tío mío antifranquista al que encerraban en el calabozo cuando hacía una pintada o repartía octavillas. Por encima de todo estaba la familia.
La buena literatura es la que convierte en atractivas las vidas pequeñas, las que no parecen importantes”
–Su madre representa a esa generación de mujeres “educadas para que otros decidieran por ellas”.
–Es una generación desaprovechada, de mujeres que no pudieron llegar a nada porque la ideología imperante en la época las obligaba a ser lo que entonces se llamaba el ángel del hogar. Mi madre seguramente habría sido eso toda su vida, pero la desaparición fulminante de mi padre la obligó a convertirse en algo que hoy es normal: una mujer con proyectos y con ganas de salir adelante. Se quedó viuda con 36 años y con cinco hijos, y hoy, al observarla desde mis 63 años, veo a una joven que tendría que estar llena de miedos e inseguridades.
–Usted supo gracias a Valle-Inclán que los escritores “podían generar belleza a la manera en que lo hacían los pintores, los escultores o los músicos”.
–Siempre había percibido que las palabras designaban actos, cosas y personas, y que servían por tanto para contar historias, pero no sabía que se podía hacer algo más con ellas. Fue una revelación descubrir que había un señor que se llamaba Ramón María del Valle-Inclán, que al mismo tiempo que te planteaba narraciones entretenidísimas, porque las novelas de la trilogía carlista son aventuras apasionantes, estaba haciendo arte. No fue el momento en el que decidí ser escritor, porque entonces podía andar en los 14 años y no tenía nada claro en mi cabeza, pero ahí descubro que hay escritores buenos y otros mejores, autores que te interesan y te atrapan y otros que logran algo superior y que merecen mi reverencia.
–Cuenta que en su casa “no existía el deseo ni nada que tuviera que ver con él”, no se hablaba de nada relacionado con el sexo.
–El deseo y el cuerpo humano eran verdaderos enigmas, y por eso, por ejemplo, me impresionó observar a una mujer desnuda en una revista. Era la mayor belleza que había visto en mi vida, pero al mismo tiempo la culpaba por haberse expuesto, haberse exhibido delante de tanta gente. Eso tenía que ver con una represión generalizada, pero también con la situación que vivía en mi casa. A mi madre le habían extirpado el útero en el quinto parto, y cuando se quedó viuda jamás pensó en tener más hijos ni otro marido. Al prohibirse el sexo a sí misma también nos lo prohibió a nosotros, que estábamos en una fase prepúber, y eso nos marcó. Esas carencias también son parte de tu formación.
–Usted quería ser surrealista, pero cuando se topó con Buñuel no se atrevió a hablar con él.
–Yo quería ser surrealista sin haber visto nada de Buñuel, por lo que había leído en revistas y libros... En realidad mi relación con el cine era platónica, porque no tenía edad para que me dejaran entrar en las salas... Pude ver las películas de Buñuel por un ciclo que presentaba Alfonso Eduardo, y debo confesar que me desconcerté, porque emitieron sobre todo la etapa mexicana y aquello no tenía nada que ver con lo que había imaginado...
–Retrata un mundo de la edición en el que no habían irrumpido con tanta fuerza los agentes literarios.
–Entonces Tusquets y Anagrama eran editoriales independientes como ahora hay tantas, eran lo que ahora sería Libros del Asteroide, o Periférica, o Impedimenta... Todos queríamos publicar con esos sellos porque representaban una nueva España, y deseábamos ser modernos más que nada en el mundo.
Yo no escribí una buena novela hasta los 35 años. Todo lo que hice antes no fueron más que tentativas”
–Recuerda cómo Javier Marías se distanció de usted cuando él rompió con Anagrama...
–Yo hago una especulación en el libro: que no fue tanto que Marías creyera que Jorge Herralde le estaba robando las liquidaciones como que hacer una acusación así suponía una manera definitiva de romper con él. Si yo te llevo al juzgado, evidentemente nunca volveremos a ser amigos. Fue un choque entre dos personalidades fuertes, y ahí se rompió todo.
–Defiende que hay que “crecer como persona para poder crecer como escritor”, que “el arte de la novela pertenece a la edad adulta”.
–Yo creo que si alguien es capaz de escribir una buena novela a los 25 años, a los 45 escribirá una excelente. La novela exige un conocimiento de la complejidad del alma humana, y si eres joven lo más normal es que aún no te hayas enamorado suficiente, no se te haya muerto nadie, no hayas sufrido bastante. Yo creo que no escribí un libro bueno hasta los 35 años, cuando publiqué Carreteras secundarias. Hasta entonces, todo habían sido tentativas.
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