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Una indagación borgiana

La biblioteca desaparecida | Crítica

Siruela recupera un ensayo del célebre filólogo Luciano Canfora, La biblioteca desaparecida (1986), donde se arguye contra el supuesto incendio de la legendaria biblioteca de Alejandría y la consunción de sus 700.000 papiros

El filólogo clásico italiano Luciano Canfora. Bari, 1942
Manuel Gregorio González

27 de abril 2025 - 06:00

La ficha

La biblioteca desaparecida. Luciano Canfora. Trad. Xilberto Llano Caelles. Siruela. Madrid, 2025. 192 págs. 19,95 €

La biblioteca desaparecida es casi un inédito en España. Publicada en italiano en 1986, solo ha conocido una breve edición en Trea de 1998 y su versión mexicana de 2022 (FCE), bajo el título de La biblioteca perdida. Estamos, pues, ante una primicia, o casi, de singular carácter borgiano. Y ello en un doble aspecto que no escapará al lector: La biblioteca desaparecida atañe, por un lado, a una vieja predilección de Borges, la biblioteca inabarcable, ya suficientemente destacada por Eco en El nombre de la rosa (el bibliotecario ciego que protege la Poética de Aristóteles se llama Jorge de Burgos). Por otra parte, en esta obra Canfora ejecuta como realidad erudita las fantasías librescas que el argentino practicó con maestría, convirtiendo el discurso histórico-científico en un fructífero ramal de la literatura fantástica y detectivesca. De algún modo, pues, cabría decir que Canfora es un precedente extemporáneo y un modelo ucrónico de Borges. Precedente y modelo que, en cuanto afecta al propio autor, había indicado para sí en La historia falsa (2008), aludiendo a Lorenzo Valla y Richard Bentley como eficaces debeladores de la falsedad en los documentos históricos. A lo cual podríamos sumar la inteligencia melancólica de Petrarca, muy perita en este tipo de hallazgos y revelaciones.

Canfora refuta un destacado lugar común del catastrofismo cultural de Occidente

Qué se recoge, pues, en La biblioteca desaparecida. Nada menos que la posibilidad de refutar un destacado lugar común del catastrofismo cultural de Occidente, como es el incendio de la biblioteca de Alejandría por parte de César. Esta refutación se abre a varios aspectos de interés, el menor de los cuales acaso sea la consunción o no de los papiros almacenados, en número de 700.000, en el palacio de los Ptolomeos. De este modo, lo que Canfora extiende ante el lector, con impecable erudición y excelente literatura, es la posibilidad de que la sabiduría almacenada durante siglos en Alejandría, por voluntad real, no hubiera padecido ninguna catástrofe irreparable, salvo las propias de la belicosidad del mundo antiguo, y que incluyen, naturalmente, destrucciones, saqueos e incendios, pero no la deliberada extincion del saber que ha trascendido como cierta a la historia. Muy al contrario de este hecho, discutible históricamente, según expone Canfora, lo que ofrece La biblioteca desaparecida es tanto la forma de propagación y almacenamiento de la cultura en la Antigüedad, como el modo en que dicha cultura se falsea, se modifica o se pervierte. Incluso en lo que atañe a su soporte físico, puesto que será la competencia establecida entre la bibliotecas de Alejandría y la de Pérgamo la que, por un lado, impida la venta del papiro egipcio a los egeos; y la que, en consecuencia, obligue a los griegos a perfeccionar una nueva técnica, basada en la escritura sobre piel de animales: el pergamino.

Canfora llega a este episodio, determinante de los siguientes siglos, después de haber establecido varias cuestiones previas. Una primera es la posible configuración de la biblioteca (Tebas, Alejandría, Pérgamo), según se desprende de los testimonios recogidos y de los indicios arqueológicos aún visibles. Otra segunda es el modo en que se establece la necesidad de tales depósitos. Una tercera, simultánea a ambas, es la voluntad de los reyes alejandrinos de acopiar todos los libros existentes en el orbe conocido, y la consecuente necesidad de traducirlos. A este respecto, Canfora se detendrá en la traducción de los libros del Antiguo Testamento y la varia implicación religiosa, política y racial que ello comporta. Una cuarta cuestión, acaso la más importante -recordemos que Canfora es filólogo- es la doble dificultad en que se encuentran los textos antiguos en relación a su conservación postrera. Por un lado, los propios impedimentos asociados al trascurso temporal, y que ya hemos enunciado brevemente; por el otro, más sutiles, las falsificaciones, apropiaciones y distorsiones fruto de la traducción, que ya operan en vida de los autores, y que el tiempo y la variedad de testimonios no harán sino agravar por distintas vías. En tal sentido, el modo en que sobrevive la obra de Aristóteles, y la importancia que tiene, no solo en la conformación de la biblioteca alejandrina, es uno de los factores sobre los que se sostiene esta obra fascinante. Más fascinante aún, si cabe, en sus anotaciones postreras, que ocupan la segunda parte del libro, y donde se aclaran y pormenorizan aspectos de la primera.

Se trata, al cabo, de aquello que formulará Lledó en El surco del tiempo; o de lo planteado por Chomsky en El problema de Platón. Esto es, el paso de la literatura oral, memorística, que define a Homero y que concluye en Sócrates, al almacenamiento escrito del saber, cuyo colofón indeseado es el olvido. Según Chomsky, el problema de Platón no es otro que averiguar, entre la estupefacción y la incredulidad, cómo el ser humano ha llegado -de la tablilla sumeria a la falsedad de un Annio de Viterbo-, a tal acumulación de conocomientos disponiendo de medios tan parvos. En La biblioteca desaparecida de Canfora asistimos, en su minucia humana, a esta nueva elaboración del saber que será propia de los siglos venideros. Y ello, como ya queda dicho, en sus dos aspectos antagónicos y constitutivos: en la dificultad de transmitir el conocimiento (en la necesidad de que tal conocimiento perdure y se transmita); y en la reiterada pulsión que induce al hombre tanto a su destrucción como a su falseamiento.

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