Alfredo Sanzol | Dramaturgo y director teatral

"Un bar es una metáfora del país, prácticamente un tubo de ensayo"

  • El autor regresa al Teatro Central con 'El bar que se tragó a todos los españoles', su primera creación al frente del Centro Dramático Nacional

El dramaturgo y director teatral Alfredo Sanzol (Madrid, 1972).

El dramaturgo y director teatral Alfredo Sanzol (Madrid, 1972). / Bárbara Sánchez Palomero

Durante las funciones de sus obras el patio de butacas primero se llena de risas –de las que se oyen– y luego de profunda emoción, o al revés, o todo a la vez. Esto, en el Teatro Central, se sabe bien, porque es de los poquísimos en España donde ha podido verse todo lo que ha escrito Alfredo Sanzol, uno de los dramaturgos más divertidos y hondos, más personales y sugerentes de la escena nacional. Este fin de semana, con las entradas agotadas ya, el también director teatral regresa a Sevilla para cumplir con la feliz tradición de presentar su último trabajo, El bar que se tragó a todos los españoles, una obra muy especial para él, que merodea en torno a la figura de su padre, y que supone su primera creación como responsable artístico del Centro Dramático Nacional desde que lo es (enero del infausto 2020).

"Mi padre fue sacerdote, pero en 1963, a los 33 años, le asaltó una crisis, y cuando lo apartaron de su diócesis él decidió irse a Estados Unidos. El impulso de la obra viene de ahí –dice Sanzol al otro lado del teléfono–. Y precisamente una de las cosas más increíbles que pasan en la obra sí es verdad, me refiero a lo que le pasó durante su viaje con un matrimonio de Texas que tenía un rancho y se lo querían dejar en herencia, porque mi padre se parecía muchísimo a un hijo de la pareja que había fallecido. Pero luego todo lo que cuento es inventado: ni tuvo que ir al Vaticano a pelear por su dispensa, ni dejó embarazada a mi madre antes de casarse, por ejemplo. En todo caso, aunque parto de una experiencia personal, o familiar más bien, mi intención no era, no lo es nunca de hecho, hacer una obra con voluntad autobiográfica, porque precisamente cuando piensas en experiencias ligadas a ti mismo siempre acabas comprendiendo que esos sentimientos son universales. De modo que creé un personaje, es Jorge Arizmendi, un cura navarro de 33 años, que de algún modo representa a los miles de curas que en la España de los 60, acogiéndose a la reforma del Concilio Vaticano II, hicieron lo mismo que mi padre".

–Su padre nunca le habló de aquello. ¿Sabe por qué?

–Así es, yo me enteré de ese pasado por una prima suya, tendría yo, no sé, unos 14 años. Creo que al principio, con su silencio, buscaba protegernos: no quería que en el colegio fuésemos los hijos de uno que fue cura, y hay que entender aquí que la sociedad en 1978, cuando yo entré en el colegio, era mucho más conservadora, Franco murió sólo tres años antes. Luego pasaron los años y no sé por qué él siguió sin hablar de ello; sabía que nosotros ya sabíamos que él había sido cura, y sospecho que para él fue como quitarse un peso de encima. No le gustaba hablar de ese pasado, hizo borrón y cuenta nueva, y lo piensas y, joder, menuda crisis tuvo y en menuda aventura se metió. A mis 48 años he necesitado empatizar con aquel esfuerzo, con ese impulso de transformación, pero también creo que es una historia de calado ético que habla de la sociedad de esa época.

–Asumo que, aunque hiperbólica y deformadamente, con todas las licencias que quiera, usted con la obra lo que quiso fue entender qué llevó a su padre a cambiar tan radicalmente su vida...

–Totalmente. Es más, en la función hay mucho de su pensamiento. Y mucho del pensamiento de los familiares y de la gente mayor que estaban alrededor de mí cuando yo era crío, y que tenían todavía los rasgos de las mentalidades que había durante la dictadura. Todo eso, encarnado en diferentes personajes, entra en juego en la obra, muy especialmente el ansia de libertad, porque aquella fue una generación que soñó con la libertad, que luchó por ella, porque sabía lo que era que les privaran materialmente de ella. A nosotros nos la quitan ahora de maneras mucho más sutiles, a través del miedo, que es la herramienta más poderosa, o de la manipulación de la información, pero es que entonces llegaba un señor y te tachaba el libro entero o te metían en la cárcel. Paños calientes no había, no.

–Ésta es una obra sobre el derecho a cambiar de opinión. Diría que no cotiza mucho eso ahora, lo que se lleva es lucir con mucho orgullo los dogmas...

–Porque se asocia la opinión a los sentimientos, es decir, a algo arbitrario, a una cuestión de fe. Pero las opiniones tienen que estar basadas en hechos, y si descubres uno que de repente te hace ver que un determinado razonamiento tuyo era equivocado, la consecuencia obligada es o debería ser un cambio de opinión. ¿No?

–Risa y emoción: si reducimos hasta este punto, esos dos elementos definirían bastante bien su teatro. ¿En qué medida cuando se pone a escribir es algo que busca conscientemente?

–Cuando cuento historias intento hablar de la realidad, comprender la estructura de los conflictos, y eso lleva a situaciones de los personajes en las que se ponen de manifiesto paradojas, contradicciones, hipocresías, prejuicios... Todo eso aparece en el texto como chispazos de energía, y ahí, creo, surge el humor, que es muy liberador. Pero nunca pierdo de vista que existe el dolor, que somos vulnerables. Desde luego lo que no hay es un cálculo racional.

–Hay mucho músculo y gozo narrativo en su teatro. ¿Por qué el arte del teatro y no, por ejemplo, el de la novela?

–Es que la potencia narrativa está en el teatro desde siempre, toda la tradición clásica, todo Shakespeare, todo el Siglo de Oro... Si te gustan las historias, en el teatro tienes un lugar y un aliado maravilloso. A mí lo que me pasa es que me levanto por la mañana y pienso en hacer cosas para el escenario. Me apasiona el directo, el poder metafórico del espacio teatral, la parte física que tiene el teatro en la relación con el público. Soy un gran espectador de cine y un gran lector de novela, pero la combinación de posibilidades del teatro me produce un placer especial. De todos modos son cosas que uno no elige, yo al menos no lo puedo explicar racionalmente: es lo que siempre más me ha gustado.

–¿Y ese bar del título y de la escenografía? ¿Pocas cosas más importantes y definitorias de la sociabilidad española?

–Sin duda. Es más, desde 2011 venía yo queriendo hacer una obra que pasara dentro de un bar, precisamente porque es un lugar muy atractivo por todas las historias que genera, porque es una metáfora del país, prácticamente un tubo de ensayo porque en muchos, ya sé que no en todos, puedes encontrar clases sociales, ideologías, procedencias diferentes, y por tanto es un gran generador de contrastes. Y además no sólo tiene que ver con el espacio sino también con el tiempo, como lo usamos desde primera hora de la mañana hasta altas horas de la madrugada, también tiene algo de ciclo de vida.

–En El bar que se tragó a todos los españoles se dibuja un país acomplejado por su pasado. Sin necesidad de ser explícitas, la dimensión política y la reflexión sobre las costuras de la sociedad española siempre aparecen en su teatro...

–Toda mi obra es política, desde que dirigí la primera, Como los griegos de [Steven] Berkoff, una parodia del mito de Edipo ambientada en la Inglaterra thatcherista. Luego escribí Cuscús y churros, sobre un inmigrante que intenta conseguir los papeles para quedarse en España; en la trilogía de Risas y destrucción, Sí, pero no lo soy y Días estupendos hay muchos elementos de política... En fin, que sí, de hecho estudié Derecho porque me interesaba la vida pública, la política en su sentido más profundo, es decir, el intento de dar respuesta a la pregunta cómo organizarnos en comunidad. En toda mi obra existe esa pregunta y aparece muchas veces a través de experiencias íntimas de los personajes, porque para mí no existe una vida íntima separada de la pública.

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