Todas las caras de Ravel

Colom & Del Valle | Crítica

Miguel Colom y Víctor del Valle en la Sala Manuel García del Maestranza.
Miguel Colom y Víctor del Valle en la Sala Manuel García del Maestranza. / Guillermo Mendo

La ficha

MIGUEL COLOM & VÍCTOR DEL VALLE

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Diálogos concertantes. Miguel Colom, violín; Víctor del Valle, piano.

Programa: Recital Maurice Ravel (1875-1937). 2025: 150 años del nacimiento del compositor

Maurice Ravel (1875-1937): Sonata para violín y piano nº1 en la menor [1897]

Francis Poulenc (1899-1963): Sonata para violín y piano FP 119 [1942–43, rev. 1949]

Maurice Ravel: Sonata para violín y piano nº2 en sol mayor [1923–27] / Tzigane, rapsodia de concierto para violín y piano [1924]

Lugar: Sala Manuel García del Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 26 de octubre. Aforo: Tres cuartos de entrada.

El violinista madrileño Miguel Colom, concertino de la ONE, y el pianista malagueño Víctor del Valle, que forma con su hermano Luis el más importante dúo de pianos de España, abrieron el ciclo Diálogos concertantes que organiza el Teatro de la Maestranza junto a la Fundación Barenboim-Said, con la que ambos colaboran como profesores. En homenaje al 150 aniversario del nacimiento de Maurice Ravel el recital pareció concebido como un recorrido por las distintas máscaras estilísticas del compositor francés. Del Ravel aún en formación, que mira a César Franck y Wagner, al maestro maduro que dialoga con el jazz y el neoclasicismo parisino, hasta el virtuoso que escribe, casi como un guiño irónico, una rapsodia gitana para lucimiento de la violinista Jelly d’Arányi. Todas las caras del músico quedaron, de un modo u otro, expuestas en un programa que combinó las dos sonatas para violín y piano y la célebre Tzigane con la Sonata de Francis Poulenc como interludio de afinidad estética y contraste expresivo.

La velada se abrió con la Sonata nº1 en la menor, obra de juventud que Ravel nunca llegó a concluir y que no se publicó hasta 1975, coincidiendo con el centenario de su nacimiento. A pesar de su carácter fragmentario, resulta fascinante como documento de aprendizaje. Su lenguaje aún se mueve en el ámbito de Franck y Fauré, pero ya deja entrever la sensualidad armónica y la liviandad melódica del futuro autor de Daphnis et Chloé. Colom y Del Valle iniciaron la pieza con un susurro violinístico de emotiva sugestión, envuelto por un acompañamiento pianístico de extrema delicadeza. En esa atmósfera contenida, de claroscuros armónicos, el dúo mostró un refinamiento admirable. Sin embargo, la obra, poco contrastada y más decorativa que intensa, no terminó de cobrar vuelo; su belleza quedó en la superficie, sin que los intérpretes la llevaran a un plano verdaderamente deslumbrante.

La Sonata de Poulenc, escrita durante la Segunda Guerra Mundial y dedicada a la memoria de Federico García Lorca, marcó un viraje radical de tono. Obra que últimamente parece haberse puesto de moda, resulta más bien irregular (y de hecho, Poulenc la revisó tras algunas críticas demoledoras el día de su estreno). Mezcla de dramatismo sincero y de teatralidad consciente, la sonata juega con gestos descriptivos –los disparos, la caída del cuerpo– que el dúo resolvió con ataques impetuosos y una técnica más que sobrada. Colom mostró aquí un sonido más incisivo, de arco firme y fraseo tenso; Del Valle, atento al color y al ritmo, articuló un piano vibrante y preciso. Sin buscar artificio, ambos hallaron el pulso dramático de una partitura que, pese a su irregularidad, contiene una energía eléctrica, con rasgos que, aun alejándose del Poulenc más divertido y popular, pueden señalarlo.

La segunda parte, enteramente dedicada a Ravel, fue más lograda. La Sonata nº2 en sol mayor, escrita entre 1923 y 1927, pertenece al Ravel maduro que se abre al cosmopolitismo parisino de entreguerras, con el neoclasicismo y el jazz dándose la mano. Colom y Del Valle hicieron de su primer movimiento un ejemplo de sutileza: el violín flotó en pianísimos de filigrana –esos filati increíbles del madrileño– y el piano respondió con un equilibrio tímbrico y dinámico admirable. El Blues, corazón de la obra, apareció con una elasticidad rítmica deliciosa: ambos se movieron dentro de un pulso flexible, respirando juntos, con un sentido casi improvisatorio que no renunció a la precisión. En el Perpetuum mobile final, la compenetración alcanzó cotas de vértigo: la claridad del piano sostuvo el despliegue de un violín ágil, veloz y exacto.

Como cierre, la Tzigane, escrita por Ravel en 1924 para la violinista húngara Jelly d’Arányi, trajo la explosión de color y virtuosismo esperada. Es una pieza concebida como brillante improvisación gitana, a medio camino entre la parodia y la admiración. Colom la abordó con seguridad y fuego, sin desbordar nunca la elegancia. La introducción en solitario –ese largo monólogo que exige control absoluto del instrumento– fue intensa y teatral, sin amaneramientos. Luego, en la entrada del piano, Del Valle construyó el andamiaje rítmico con energía y precisión, acompañando sin tapar. Los trinos, dobles cuerdas, armónicos y pizzicati de mano izquierda se sucedieron con limpieza y tensión creciente hasta desembocar en la czarda final, brillante, casi insolente, como un juego de espejos entre la música académica y la tradición popular. Una preciosa canción de Debussy (Beau soir) en transcripción que han tocado ya muchos violinistas, aplacó, como propina, la exaltación virtuosítica del final.

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