El sorprendente vigor de un nonagenario Plasson

ROSS. Ciclo Sinfónico 4 | Crítica

Michel Plasson en el podio de la ROSS
Michel Plasson en el podio de la ROSS / Marina Casanova

La ficha

REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA

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Temporada 25-26. Ciclo Sinfónico 4. Solistas: Lise Berthaud, viola. ROSS. Director: Michel Plasson.

Programa: Le Grand Tour

Hector Berlioz (1803-1869): Harold en Italie, sinfonía para viola y orquesta, Op.16, H. 68 [1834]

Maurice Ravel (1875-1937): La valse, poema coreográfico para orquesta [1920] / Daphnis et Chloé, suite nº2 [1909-1912]

Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Jueves, 30 de octubre. Aforo: Media entrada.

A sus 92 años recién cumplidos, el director francés Michel Plasson (París, 1933) volvió a trabajar con la ROSS, orquesta que lo nombró hace ya años director honorario, y lo hizo superando expectativas con una lectura más viva, flexible y comunicativa de lo que muchos preveíamos. Sobre el podio sorprendió su vigor físico, pero la lucidez mental fue incluso por delante, como demostraron unas lecturas en las que el concepto fue siempre claro y bien matizado.

Harold en Italia apareció desde el inicio bajo una luz serena: la viola de Lise Berthaud, de sonido hondo, pastoso y meditativo, trazó un discurso íntimo sin perder claridad, respirando con la orquesta y proyectando ese carácter errante que Berlioz concibió no como solista brillante, sino como testigo sensible del paisaje sonoro. Plasson cuidó siempre el balance, atento a no cubrir la voz de la viola, y la ROSS respondió con entrega en una partitura que exige transparencia tímbrica y densidad expresiva. Hubo algún desajuste puntual –violines un tanto desmandados en los pasajes más densos, entradas metálicas algo abruptas–, pero la lectura mantuvo pulso y progresión, interesada en la claridad de planos más que en la retórica grandilocuente. Entre los aciertos, conviene destacar la participación de Daniela Iolkicheva, cuya arpa aportó, desde la discreción, un juego de resonancias que acertó a dibujar con precisión los claroscuros que pide la partitura; su saludo final junto a Berthaud propiciado por el director fue plenamente merecido. También sobresalieron, en el tercer movimiento, el oboe de Sarah Roper, evocando con precisión los pífaros rústicos que introduce Berlioz, y el corno inglés de Sarah Bishop, firme y noble en su canto melancólico. En el cierre, Plasson dejó que la orquesta desbordara la sala en un final orgiástico, de energía acumulada y expansión controlada, mientras la viola, casi en silencio, quedaba como sombra poética de la agitación general.

La segunda parte estuvo dedicada a Ravel, con un planteamiento igual de decididio y vigoroso, pero resuelto de forma algo más irregular. La Valse no alcanzó siempre la nitidez que necesita para que el proceso de disolución del vals vienés resulte plenamente elocuente. La cuerda, en ocasiones algo dispersa, restó precisión al progresivo derrumbe de la danza. Aun así, Plasson acertó en el tempo, evitando tanto la pesadez como la precipitación, y supo imprimir incisividad en las frases que anticipan la catástrofe final. La noche se elevó, en cambio, con la Suite nº2 de Daphnis et Chloé. El amanecer –milagro de calidez y expansión, con la naturaleza despertando entre arpa, maderas y cuerda grave extendida en líneas amplias– apareció con transparencia y una gradación dinámica ejemplar. Las figuraciones ascendentes y descendentes fluyeron con naturalidad y el estallido orquestal llegó luminoso, sin estridencias. En la Pantomima, Juan Ronda brilló con un solo de flauta flexible y sensual, dominando la escena con sonido dúctil y fraseo natural, verdadero centro expresivo del episodio. Y en la Danza General, Plasson encontró el punto justo entre densidad y claridad, dejando respirar la escritura y construyendo un clímax vibrante, sostenido por una cuerda ya compacta y un metal firme, con percusión precisa y colores generosos en las mil irisaciones de la madera. El resultado fue una celebración sonora de gran impacto, más sensual que agresiva, fiel a la exuberancia raveliana.

Como colofón –y gesto infrecuente en un concierto de abono– Plasson ofreció una propina: un delicadísimo Adagietto de La Arlesiana de Bizet, fraseado con extrema suavidad y respiración amplia, casi como un saludo íntimo al público y a la orquesta. Un cierre cálido para una velada presidida por la autoridad tranquila y la lucidez de un maestro que, a los 92 años, demostró seguir teniendo cosas que decir desde el podio.

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