Los secretos del viento

Verónica Echegui, en una escena del filme de Martín Cuenca que recuerda al cine de Antonioni.
Verónica Echegui, en una escena del filme de Martín Cuenca que recuerda al cine de Antonioni.
Manuel J. Lombardo

19 de marzo 2011 - 05:00

La mitad de Óscar. Drama, España, 2011, 89 min. Dirección: Manuel Martín Cuenca. Guión: M.M.C. y Alejandro Hernández. Fotografía: Rafael de la Uz. Sonido: Eva Valiño. Intérpretes: Rodrigo Sáenz de Heredia, Verónica Echegui, Denys Eyriey, Antonio de la Torre.

A la vista de la deriva de su filmografía de ficción, se diría que Manuel Martín Cuenca ha entendido que el mejor camino de supervivencia y autonomía creativa en nuestro cine pasa hoy por sumarse a esa división de la autoría que conecta mucho mejor con la sensibilidad de cierto sector de la crítica y el público cinéfilo evitando los peajes que exige la industria.

Si La flaqueza del bolchevique balbuceaba un lenguaje clásico de superficie convencional en su historia de amour fou intergeneracional, Malas temporadas caminaba al compás de un modelo intimista de tonalidades tristonas y narrativas cruzadas que daba síntomas de agotamiento. Toca ahora, o así parece, una nueva reconversión hacia un minimalismo despojado de retóricas (melo)dramáticas que trabaja sobre la sugerencia, el silencio, la elipsis, el rigor de la puesta en escena, la ausencia de música empática y un estilizado distanciamiento de raíz eminentemente moderna.

La historia sigue apuntando al drama íntimo y a los vínculos de sangre como cadenas entre sus protagonistas, un joven que pasa sus días entre la salina en la que trabaja como guarda jurado y el hospital donde visita a su abuelo enfermo, y la hermana que viene a despedirlo, unos personajes que ya no necesitan parlotear ni hacer muchos alardes interpretativos para expresar su zozobra existencial y sus secretos inconfesables.

La mitad de Óscar asume así una ejemplar distancia estética sobre sus criaturas para enfrentarlas al imponente paisaje almeriense (un paisaje visual pero también sonoro, en un trabajo casi sin precedentes en nuestro cine), personaje mineral y rocoso de un viaje de revelación sostenido por la tensión de una mirada (ausente y enajenada), una pistola cargada y la promesa de un estallido violento que mantiene al filme sobre la cuerda floja de su rigor minimalista, apenas quebrantado en un par de ocasiones (la secuencia del taxi, la confesión final en la habitación del hotel) en las que, aun dentro de la fidelidad conceptual, tal vez se añada más información (oral) de la necesaria.

Martín Cuenca juega a la insinuación antes que a la información a partir de un trabajo sobre la ausencia que alcanza su paroxismo en la antonioniana excursión a la montaña: una larga y espléndida secuencia sin diálogos en la que los personajes vagan a la deriva, contra el viento, para encontrarse finalmente en una playa vacía en la que pueden palparse los ecos del pasado y hacerse visible lo invisible.

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