Cultura

El último mito de Carlos Iniesta

Ariadna es la tercera heroína del mundo clásico que afronta la compañía Atalaya y quizá su montaje más complicado desde el punto de vista textual.

Mientras las anteriores, Elektra y Medea (la extranjera), eran dos de los personajes favoritos de la tragedia clásica y de la literatura en general, la historia de Ariadna se encuentra diluida en numerosas fuentes que, por otra parte, aportan pasajes a menudo contradictorios entre sí. Lo único cierto es que si Elektra y Medea estaban movidas por la venganza -y en eso consiste también, a qué engañarnos, la atracción irresistible que han ejercido sobre las generaciones posteriores-, Ariadna es la heroína más moderna, la que sigue razonamientos lógicos. Su cualidad máxima es la lucidez, una clara inteligencia que, entre otras cosas, la libera del callejón sin salida en que la ha colocado el odio de su padre Minos y, más tarde, de su destino como esposa de Dionisios, aunque la alternativa esta vez sólo sea la muerte. Por otra parte, Ariadna es un ejemplo de generosidad: de ahí el regalo a Teseo del ovillo recibido de Afrodita para que logre salir del laberinto en que mora su hermano, el terrible y solitario Minotauro.

En ese sentido es necesario, una vez más, alabar el trabajo de rastreo del director de Atalaya, Ricardo Iniesta, y el talento y la dedicación del recientemente fallecido Carlos Iniesta, a quien su hermano dedicó el estreno de anoche desde el escenario. Como en las obras anteriores, éste ha sabido construir un relato perfectamente coherente y comprensible, con un alto valor poético, a partir de fragmentos textuales tan alejados como los de Marina Tsvietáieva (traducidos del ruso por él mismo), Nietzsche, Ovidio o el vallisoletano David Pujante.

Una vez establecido el texto, el director ha apoyado sus distintas escenas, cuajadas de pequeños monólogos y breves diálogos, en un coro que ayuda a la narración con sus explicaciones y, versátil, con la lógica del cuento, se tramuta de grupo de vestales en bacantes o en ramificaciones del minotauro que habita el temido laberinto. El trabajo vocal (realizado como siempre con la ayuda de Esperanza Abad) de actores y coro es realmente impresionante, integrado a la perfección en una magnífica banda sonora compuesta por Luis Navarro y en la que no faltan canciones búlgaras y músicas de inspiración oriental y mediterránea.

Los actores, cómplices de este aire minoico orientalizante, construyen casi toda su gestualidad a partir de distintas formas del teatro-danza indio, o balinés en el caso del dios Dionisos -¡qué difícil representar a un dios con tan mala fama en un escenario y qué bien resuelto por Jerónimo Arenal!- resaltados todos sus movimientos por un hermoso y barroco vestuario de Carmen de Giles inspirado en hilos y redes.

Y otro elemento que entra de forma decisiva a modificar el cuento es la escenografía ideada por otro viejo amigo de Atalaya y del Centro Andaluz de Teatro: Juan Ruesga. Ocupando todo el escenario, atada a cuatro grandes mástiles, una vela de navío que sube y baja permite que los actores cambien de nivel y añade una inestabilidad que, una vez superado el miedo a los resbalones, dará cada vez mejores frutos.

Lo demás, aunque esté por medio el CAT, es lenguaje cien por cien atalayano: acumulación de clímax, escenas poéticas -como la de Ariadna abandonada-, trabajo de grupo y una gran calidad.

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