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Dios tras Dadá. Hugo Ball. Trad. Fernando González Viñas. Berenice. 270 págs. 18 euros.
Como en otros pioneros de la bulliciosa edad de los ismos, en Hugo Ball convivieron el afán experimentador y el gusto por la extravagancia, pero el poeta y dramaturgo renano -socio y amigo de Tristan Tzara, de quien acabó distanciado- no proponía una labor más o menos festiva de aniquilación, sino un meditado programa estético que no impugnaba el pasado en su conjunto y tenía además una clara dimensión moral. Fundador del Cabaret Voltaire (1916) y dadaísta de la primera hora, Ball recreó el periodo en su novela Flametti o el dandismo de los pobres (1918) -una rara delicia recién rescatada por Berenice- y también en su diario, La huida del tiempo (1927), publicado por la misma editorial (Acantilado) que acogió su celebrada biografía de Herman Hesse. Vanguardista descreído y temprano desertor de la causa, Ball se reencontró a sí mismo cuando se convirtió a la fe católica de sus padres, pero también había albergado simpatías anarquistas y puede afirmarse que fue siempre un heterodoxo. En un polémico ensayo titulado Crítica de la inteligencia alemana (1919), disponible en Capitán Swing, arremetió en términos muy duros contra Lutero, la filosofía kantiana y el prusianismo, al que no sin razón achacaba la principal responsabilidad por el desastre de la Gran Guerra.
Este otro volumen de Berenice, Dios tras Dadá, reúne el ensayo Las consecuencias de la Reforma (1924) -donde Ball abordó una nueva versión, reducida, de la citada Crítica-, su amplia reseña de la Teología política de Carl Schmitt y las cartas cruzadas entre ambos autores, cuyos caminos coincidieron en el renacimiento católico de la posguerra. La relación entre el gran jurista conservador, futuro colaborador de los nazis y teórico del entramado totalitario que justificaría el hitlerismo, y su correligionario y amigo -truncada después de que Schmitt aconsejara a Ball renunciar a la reedición de su libro- es un episodio acaso menor en el marco general de la crisis de la conciencia alemana que siguió a los acuerdos de Versalles, pero resulta revelador del ambiente intelectual de aquellos años y de la fuerte personalidad del antiguo dadaísta. Místico revolucionario o "anarquista religioso", como lo llamó Hesse, no podía ser un iconoclasta quien había abrazado los misterios de la teología bizantina.
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