En el verano de nuestro descontento

Alfonso Crespo

03 de noviembre 2012 - 05:00

8co80. Dirección: Sylvie Nys. Autor: José Pliya. Espacio escénico y vestuario: Curt Allen Wilmer. Espacio sonoro: Juan Carlos Tolosa. Intérpretes: Maica Barroso, Armando Balbao Buika, Amparo Marín Santos, Manuel Monteagudo. Fecha: Viernes 2 de noviembre. Lugar: Teatro Central. Aforo: Lleno.

La playa de José Pliya es el contracampo de la de Von Keyserling. En Olas la arena terminaba por hermanar a los contrarios en la calma, síntoma de la tregua tras la batalla; en Sentados en la orilla del mundo es el testigo acogedor y mullido de la eterna confrontación del Uno y el Otro, hombre y mujer, seres que, perdido el horizonte de la infancia (perdida entonces la posibilidad de, como escribiera Ungaretti, olvidarse en un grito), ganado el de la memoria, la mancha de la Historia y la herencia, están condenados a no concordar. Si uno siente la llamada de la razón y el diálogo el otro mantiene el puño en alto, y luego al revés. Desajuste insalvable.

De la versión que Sylvie Nys ha realizado a partir de la obra de Pliya se pueden extraer sobre todo bondades. La economía de medios es una de ellas: hablan mucho los personajes, pero también y sobre todo los cuerpos: ella, la mujer madura, a veces deseante, a veces retraída o rebelde; él, el aborigen, estatua, muro, solidez poco a poco resquebrajada. Maica Barroso y Armando Balboa fueron de menos a más, protagonizando un segundo acto brillante, fluidos en la declamación y en la refriega de las pieles. Es difícil esta conjunción de lo mental y lo físico, y el texto de Pliya quizás exiga demasiada versatilidad, pues se trata de la presencia -la manera de habitar la escena-, de lo que dicen y de los rodeos que toman para acercarse a las palabras. Este puente, a veces minado de digresiones algo didácticas, es frágil y siempre lo será (de eso se trata, afortunadamente, en el teatro); notábamos cómo se cimbreaba cuando la música incidental (nuestro caballo de batalla, lo reconocemos) subrayaba los sentimientos o los actores se sentían muy cómodos; pero también su deliro de solidez cuando la mujer y el hombre devenían en oráculos naufragados, máscaras perfectas que hablaban desde el fondo del tiempo.

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