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Análisis

Diego Martínez López

Universidad Pablo de Olavide y Fedea

Competencia fiscal

Juanma Moreno e Isabel Díaz Ayuso

Juanma Moreno e Isabel Díaz Ayuso

La competencia suele ser una propiedad deseable de los mercados. Permite que los productores más eficientes sean recompensados por ello al tiempo que eleva el bienestar de los consumidores. Pero ni siquiera en esos contextos tan estilizados tenemos la garantía absoluta de que siempre vaya a ocurrir así. De hecho, se requieren una serie de condiciones para que la competencia destile todos sus efectos beneficiosos; por ejemplo, que cualquier decisión económica tomada por uno y que afecte a otros tenga un reflejo en los precios del mercado; si no es así, la mera competencia no va a garantizar mejoras en el bienestar social. Y hay que buscar ayuda en una intervención pública inteligente, en forma de impuestos, subvenciones, leyes, etc.

En el ámbito de los gobiernos ocurre algo parecido. Piensen en el caso de las Comunidades Autónomas (CCAA). A todos los ciudadanos de este país nos interesa que exista un cierto grado de competencia entre ellas, manifestado a través de su gestión de los gastos e ingresos públicos. Si la Comunidad X cuenta, por ejemplo, con un sistema de gestión sanitaria que reduce sustancialmente las listas de espera, ello supondrá un incentivo a que todas las demás intenten replicarlo ya que la opinión pública presionará en esa dirección.

¿Y en el caso de los impuestos? ¿Ocurre algo parecido y podemos concluir que cuanto mayor sea la competencia entre CCAA mejor para el ciudadano de a pie? Pues aquí los matices son tantos que tan solo políticos muy condicionados por su ideología (aunque luego presuman de gestión) pueden defender que la competencia fiscal es siempre positiva bajo cualquier circunstancia.

En primer lugar, porque una cosa es hablar de gestión y otra muy distinta el hacerlo de conceptos como equidad, valores ciudadanos o preferencias sociales. Cualquier mejora de gestión motivada por copiar a los mejores siempre es bienvenida, y eso incluye por supuesto a los impuestos. Facilitar el pago de tributos, mejorar las condiciones de acceso a la información tributaria o devolver los excesos cobrados con rapidez y sencillez son ámbitos de la gestión tributaria en los que la competencia entre Comunidades indudablemente tiene efectos positivos. Si la vida del contribuyente murciano, por citar un ejemplo, es más fácil que la del andaluz y éste lo sabe, la competencia (en el mercado electoral también) hará su beneficioso trabajo.

Pero detrás de los impuestos hay necesidades que cubrir (si no, para qué los querríamos, con lo molestos que son) y una determinada concepción de la equidad entre ciudadanos. Y para este backstage no hay mercado ni competencia que valga. ¿Qué sentido tiene competir por más o menos equidad? Sí es cierto, no obstante, que con recursos más bien escasos, esto es, con impuestos bajos se aguza el ingenio para gastar mejor pero esa misma tensión a favor de la eficiencia se puede lograr a través de medios menos bruscos. Por ejemplo, con leyes de estabilidad presupuestaria bien diseñadas y aplicadas (no las nuestras, por tanto), una elevada transparencia pública, continua rendición de cuentas ante una sociedad civil exigente, etc.

Un segundo motivo por el que la competencia fiscal puede devenir en resultados negativos es que genera efectos perniciosos sobre otras jurisdicciones y el conjunto del país. En efecto, una Comunidad que baja de manera agresiva sus impuestos atrae hacia ella bases imponibles que, por definición, huyen de otros sitios, que ven minorada su recaudación sin haberlo decidido así. Además, el que las personas o los factores de producción elijan su ubicación según el pago de impuestos y no sus preferencias o productividades relativas no es eficiente.Hay evidencia empírica de que estos movimientos en efecto se producen pero no generan un incremento de la recaudación en los territorios que bajan sus impuestos, con lo que tampoco se pueden utilizar las ganancias de unos para compensar a otros. Es decir, es un juego en el que todos pierden recaudación. Por cierto, la recaudación no crece por bajar impuestos sino a pesar de ello y por motivos variados. Si no se redujesen los impuestos, la recaudación crecería más, salvo que la economía se encuentre en el tramo decreciente de la llamada curva de Laffer, pero esa es una zona que solo los iluminados consiguen ver.

En este contexto, sorprende escuchar propuestas políticas cuyo objetivo es competir fiscalmente con regiones más potentes económicamente que la nuestra. Si Andalucía decide seguir a la Comunidad de Madrid en su carrera a la baja de los tributos, tendría que llegar mucho más lejos. Las economías de aglomeración con que cuenta Madrid conducen necesariamente a que nuestra Comunidad tenga que reducir mucho más su fiscalidad para alcanzar una cierta paridad impositiva. ¿Nos lo podemos permitir sin la incoherencia de gritar al mismo tiempo que necesitamos más financiación del Estado?¿Cómo abordar entonces los problemas de la competencia fiscal? Pues como tantos especialistas llevan años clamando: a través de una armonización fiscal sensata. Es cierto que a estas alturas no resulta fácil políticamente pero nada lo es. Ayudaría, como pueden intuir, el incluirla en el lote de la reforma de la financiación autonómica pero eso mejor dejarlo para otra vida, digo otra legislatura. Y uno de los pilares de nuestra arquitectura institucional y financiera, la Lofca, no lo impide, al contrario; lean su artículo 19. También conviene no confundir el tiro. En el terreno de la imposición sobre la riqueza, que es la que se encuentra mal descentralizada en España, la competencia fiscal no viene desde las forales. La carga tributaria en el impuesto sobre el patrimonio o sucesiones y donaciones es inferior en Andalucía, Galicia o Madrid a la registrada en las forales.

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