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Amador tiene mucho del actor Pablo Chiapella. Muchos de sus gestos, esa leve impostura de gañán que le dota el propio actor surgido de la cantera chanante, que se confunde consigo mismo. Pese a ser un zoquete, un ignorante suicida, Amador cae bien a la audiencia y cuando ven por la calle a Chiapella la gente le asalta, le pide fotos y que les diga "merengue, merengue" o que les grite "Espartaco". Chiapella nunca niega una foto, sería un tópico reducirlo a que es un niño grande, pero es que con sus hijos de la ficción tiene una relación de pandilla. Es un tipo que se crece en la comedia.

La que se avecina comenzó a rular al cabo de dos años y el punto de inflexión se produjo cuando Amador dejó de ser el vecino opusino y estirado, el Cuqui, para convertirse en un imán de desgracias y disparates. Su autoparodia manchega salvó a La que se avecina por los pelos. Por cierto, recordemos: la serie acabó su segunda temporada de madrugada en Telecinco. Se rescató cuando en FDF se imitó la redifusión compulsiva de Aquí no hay quien viva en Neox. Y les funciona hasta el día de hoy. Gracias a los Cuquis y a los Rancios.

Esa campechanía tan indisimulable de Chiapella cuando saca al Amador domesticado que lleva encima es lo que ha convertido a El paisano (El foraster en la TV separatista catalana) en un pequeño acontecimiento. Un formato pequeño, personal, que Chiapella levanta a pulso, sin artificios, con la ayuda de los parroquianos. El foraster pide la independencia de Cataluña en la tierra de los cansinos, El paisano proclama que la gente es deliciosamente independiente. Y sólo quiere vivir.

En manos de un malaje, como el de la versión catalana, el programa de Brutal Media sería una sosería lacia de La 2, como estaba previsto. Pero con Chiapella la cosa cambia. Sin ser nada del otro mundo, este retrato del paisanaje auténtico en los viernes de La 1 despierta sonrisas y ternura. Un divertimento. Lo que no consiguen con diez veces más de presupueso otros caros programas de TVE donde la gente baila como posesos.

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