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Análisis

Diego Martínez López

Profesor de Economía · Universidad Pablo de Olavide

La calidad en la política

El autor se pregunta ¿qué ofrece el desempeño de la representación pública para atraer a profesionales o miembros de la sociedad civil con un mínimo de cualificación y criterios éticos?

La calidad en la política

La calidad en la política

Este artículo está basado en mi propia experiencia, en la de gente de mi entorno y en la teoría económica. Pero se refiere a unas circunstancias que todo el mundo conoce y a una pregunta que muchos se plantean. Dado el estado actual de la política española, ¿qué personas profesionalmente competentes, con un cierto nivel de autoexigencia ética e intelectual, pueden mostrarse interesados por participar en política? Y no me refiero solo a los potenciales entrantes sino también a los que actualmente desempeñan responsabilidades públicas y que, precisamente por responsabilidad y compromiso, permanecen en sus puestos aunque el cuerpo les pida pasar página.

Tampoco hablo condicionado por recientes espectáculos como la aprobación parlamentaria de la reforma laboral o el quítate-tú-que-me-pongo-yo del principal partido de la oposición. Creo que éstos son nuevos episodios de una serie que ya dura demasiado. No es difícil recordar sucesos igualmente sonrojantes en otros partidos políticos, casos de dudosa ejemplaridad, cuando no flagrante corrupción, en el uso del dinero público o lo que a mi juicio supone la mayor desvergüenza política de los últimos tiempos: el que ambos bloques no hayan sido capaces de ponerse de acuerdo en los grandes temas de la pandemia. Con la que estaba cayendo.

Este triste paisaje limita considerablemente lo que la política puede ofrecer y lo que los ciudadanos le podemos exigir. Permítanme el reduccionismo pero cabe interpretarlo en términos de oferta y demanda. ¿Qué ofrece el mundo de la política para atraer profesionales, directivos o miembros de la sociedad civil con un mínimo de cualificación y criterios éticos? Un sueldo elevado seguro que no. Porque enseguida se irritarían los demagogos que consideran que el presidente del Gobierno o el de la autonomía ya cobran demasiado.

No estoy apostando a que el sueldo sea determinante a la hora de decidirse por ocupar altas instancias políticas. Pero sí refleja un síntoma de un estado de las cosas en el que, “para lo que hacen”, ya ganan demasiado. Es el desprestigio de la política en forma de nómina y que, de una forma u otra, se traslada hacia otros puestos vitales de la Administración. Busquen buenos candidatos para ocupar, por ejemplo, una dirección general en muchas Consejerías y Ministerios y verán cuál es la respuesta más frecuente: muchas gracias pero no.

En estas condiciones, los procesos de selección de las élites políticas conducen a resultados no satisfactorios. No defiendo aquí una titulitis mal entendida o una tecnocracia encubierta a través de testaferros políticos. Solo abogo por que el político de turno simplemente comprenda “de qué va la cosa” en gestión pública, según la estructura institucional del país y sus restricciones financieras. O que tenga la suficiente sensibilidad para escuchar con criterio a los expertos. Y eso, con elevada probabilidad, no se aprende en la principal escuela a la que han asistido muchos: las juventudes del partido. El mundo es lo suficientemente complicado como para lamentar el no tener políticos preparados al mando.

¿Es mucho pedir? Visto el panorama parece que sí. La réplica a este problema de oferta que nos encontramos en política es una no menos preocupante desidia por el lado de la demanda. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a esperar poco de los políticos. Por eso, como decía más arriba, no estamos dispuestos a pagarles mucho. E incluso los compadecemos en su falta de honestidad, cuando nos hablan como si fuésemos estúpidos. ¿No se ha sorprendido el lector en alguna ocasión, al escuchar sandeces a modo de justificación o propaganda, pensando: “pero qué va a decir este pobre hombre”?

Así, el problema se complica porque la oferta crea su propia demanda. Y en condiciones de información imperfecta, con grandes dudas sobre la calidad de lo que votamos, elegimos sin distinguir bien el historial o la capacidad del político en cuestión. Votamos al montón, que no es precisamente un cúmulo de virtudes. Y así el resultado no puede ser óptimo. Además, se destruyen los incentivos a que las nuevas ofertas políticas intenten distinguirse en calidad por arriba ya que los votantes desconfían de manera generalizada. Son todos iguales, decimos, incluso los recién llegados.

¿Cómo romper este círculo vicioso? No se atisba fácil. No apostaría por la capacidad de regeneración de la propia clase política, que durante años podría estar replicando este estado estacionario. La llegada de nuevas fuerzas políticas tampoco ha roto esta dinámica e incluso en algunas dimensiones la ha acentuado, reforzando el blindaje de los bloques de izquierda y derecha, al tiempo que iniciado procesos de canibalismo dentro de cada uno de ellos. En estas circunstancias, sin un centro de gravedad que bascule entre los hunos y los otros, es difícil apostar por la calidad que necesitamos.

Tratando de ser optimista, situaría el motor del cambio en las presiones que, desde las demandas ciudadanas en sentido amplio, podríamos ejercer sobre la clase política. Me estoy refiriendo a cuidar con celo las instituciones del país con marchamo de independencia, como el Banco de España, la AIReF o las Universidades. A premiar un periodismo más basado en el fact-checking que en el titular escandaloso. A desconfiar de las soluciones fáciles y simplonas porque suelen esconder más la incapacidad o ceguera ideológica de quienes la emiten que sus esfuerzos pedagógicos por simplificar una realidad que no lo es. A trasladar, en definitiva, con mayor nitidez el estupor ciudadano ante una política tan poco constructiva como la que venimos sufriendo desde hace tiempo.

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