"Semana Santa es esto antes que todo: Dios, a la intemperie”. Así la definía José María del Rey Caballero en su Pregón de 1952, con una metáfora que suena como un golpe seco del llamador, que nos rescata del ensimismamiento ante tanta belleza y tantas emociones, para señalarnos la raíz de todo.

Antes que la fiesta de un recién estrenado Domingo de Ramos, antes que la música, las flores, el incienso o el pellizco del primer nazareno, antes que todo, Dios toma de nuevo la iniciativa y sale a buscarnos para ofrecernos la salvación. Éste es el misterio de fe cuya celebración da sentido a todo lo demás.

La Semana Santa es Dios, a la intemperie por nuestras calles de cada día, a cielo abierto, sin el cobijo del templo; solo aire, luz, noche, camino, buscando al ser humano y su propia inclemencia: sus dudas, miedos, dolor, y también su frialdad, desdén, mofa o mera curiosidad. Actitudes representadas tanto en las figuras secundarias sobre los pasos, como en muchos de quienes se acercan a ver pasar el cortejo.

Por eso las cofradías llevan siglos intentando mitigar esa voluntaria fragilidad de Jesús, expuesta y despojada de todo cobijo. Acompañan a las sagradas imágenes con sus cortejos, dan testimonio público de su mensaje para tocar el corazón de cuantos las contemplan y para que se dejen conquistar por el amor total de ese Dios que sale a buscarnos a la intemperie.

Esta hermosa alegoría es uno de esos pequeños tesoros que guardan no pocos de aquellos pregones de otras décadas. Vendría muy bien volver a ellos de vez en cuando, para redescubrir hermosos hallazgos literarios y reflexiones valiosas a propósito de nuestra Semana Mayor. Como la del escritor que hemos citado, partícipe de aquel brillante grupo de autores sevillanos reunidos en torno a la revista literaria Mediodía, proemio en la ciudad de lo que luego se conocería como la Generación del 27.