Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
EMPUJABA yo con una mano a un familiar en una silla de ruedas, con la otra arrastraba una maleta tipo trolley y con la pierna derecha estirada me las veía y me las deseaba para mantener abierta la puerta por la que tenía que cruzar. Por si echaban de menos la extremidad que me quedaba, la otra pierna la usaba para mantenerme en pie a duras penas.
A escaso metro y medio, un señor permanecía impertérrito ante tan lamentable escena. Quizás entretenido, como si asistiera a un espectáculo de Pepe Viyuela, no hizo ni amago de alterarse ni escuchando mis agónicos gemidos. Ni uno solo de los músculos de su cuerpo se movió. La hierática expresión de su cara impedía saber qué pasaba en ese momento por su mente. Puedo imaginar que discurría por su cerebro cualquier cosa menos lo de ayudarme un poco en mi dura empresa.
"¡Ya puedo yo solo, gracias!", grité al aire, en un arrebato mezcla de ira y de triunfo al cruzar el umbral, emulando el alarido de un haltera que culmina el esfuerzo de levantar una pesa de más de 300 kilos.
Y sí, amigos, el señor, tampoco se inmutó. Quizás no se dio ni por aludido. ¿Por qué debería? ¿Por educación? ¿Por caridad humana? Ciertamente no era obligación suya para nada sujetarme la puerta. Porque un celador, a quien sí pedí ayuda, me indicó muy amablemente con su postura de brazo apoyado en el mostrador, como si de una barra de bar se tratara, que me buscara la vida para llegar hasta el coche. Y si ya un trabajador del propio hospital se muestra reacio a salir de su zona de confort, lo de esperar que aquel señor me echara un cable, iluso de mí, era ya para nota.
Pero no, no quiero pensar que por este caso aislado, el hombre es un lobo para el hombre. Sigo confiando en el ser humano. Como del mismo modo confío en que el karma acaba poniendo a cada uno en su sitio.
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