Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
El fichaje de cuadros dirigentes de Ciudadanos ha convencido a algunos de que el partido de Feijóo y Juanma Moreno se ha engullido a los miles y miles de votantes de la formación fundado por Albert Rivera y otros como defensa contra el asfixiante nacionalismo de la Cataluña gobernada por el pujolismo y lo que vino luego, que tanto éxito tuvo, hasta el punto de ser el partido más votado por los catalanes. Tiempo pasado, sin duda, porque ahora es un naufragio del que saltan al agua con los flotadores del PP algunos de sus máximos dirigentes. No sé si confían en esta geometría variable o la exponen por lo que pueda arrastrar. Yo no creo nunca en estas cosas. Marín no se ha ido a un cargo de la Junta llevándose al PP las armas y bagajes, o sea, los votos que tuvo su partido en las últimas elecciones, ni en las anteriores. Quien lo piense, se equivoca. No podría. Juan Marín es sólo un señor que no consiguió representación en las últimas elecciones, siendo vicepresidente de la Junta, nada menos. O sea, ¿qué tiene, qué puede ofrecer? Sólo lo que recibe, la amistad y gratitud de quien fue presidente de la Junta con sus ayuda. Esto está muy abierto, que dirían algunos demóscopos (no el CIS de Tezanos, claro). A ambos lados de la línea, desgraciadamente divisoria, en que han reconstruido el horror de las dos Españas. Digo que el batiburrillo de la izquierda no es el único porque en la derecha se da un equilibrio demasiado inestable, donde Vox no es sólo el voto necesario para hacer un gobierno, es un mundo de líneas rojas que tienen que ver, y mucho, con lo que se encuentra a la izquierda del PP, que es ese centro difuso y herido tras la derrota del nuevo intento que parecía que funcionaría y fue dilapidado por los errores de Rivera y Arrimadas. Y los votos de la gente, claro.
Los votos de la gente que son, por supuesto, de la gente. Ni de Marín ni de los otros que han cruzado la frontera hacía el PP. Por lo que parece, hay un ñañán voraz hacia Podemos y hacía Ciudadanos. Muerde el PSOE, muerde el PP. Cuando fueron los dos partidos de la centralidad política no habían aparecidos las derramas a derecha e izquierda. Será difícil volver a ser lo que fuimos pero por intentarlo que no quede. Pero es un espejismo. Lo que Arcadi Espada llama la podemia no es fácilmente soluble en el PSOE, ni Vox en el PP. Puede que llegaran para quedarse en otros espacios. Existe otro factor ajeno a las comidas.
ME lo comentó el pintor Javier Buzón mientras devorábamos el cadáver de una corvina: la reportera de televisión dio la noticia de la declaración de la Plaza de España y el Parque de María Luisa como "espacios libres de humo" mientras al fondo se veía a un castañero en plena faena, envuelto en su habitual humareda. Pocas estampas tan del otoño sevillano (o lo que sea) como la del carrito con su anafe, su olla de posguerra y su chimenea de latón. Todo manejado por un vendedor de torpe aliño indumentario con las manos grandes y ásperas. En una ciudad ya sin niebla, los castañeros son los únicos capaces de velar el aire del otoño. ¿Qué se fizo de aquellas brumas de antaño? Vaya usted a saber. El poeta Fernando Ortiz recordaba las viejas boiras de su barrio natal de San Lorenzo, antes de mudarse a los pisos militares de Reina Mercedes. Era una niebla espesa que venía del cercano Guadalquivir y que le impedía a uno verse las líneas de la propia buenaventura. Sin esas nubes rasantes de la calle Conde de Barajas, Bécquer, quizás, nunca habría escrito su famoso verso de la rima XI: "vano fantasma de niebla y luz". Pero nos queda su sucedáneo, el humo de los puestos de castañas asadas recién llegadas de la Sierra de Huelva. Fíjese si no en el que ponen en la confluencia de las calles Rioja y Tetuán, encrucijada de caminos que se transforma en una Oxford Street hispalense cuando entra en funcionamiento el enhiesto surtidor de humos blancos. La Sevilla anglófila no se limita a algunos clubs y algunos sastres, sino que se extiende a sus nieblas, naturales o artificiales, de ciudad fluvial que todo le debe al río.
Como la parca y los invitados más pesados, los castañeros siempre llegan antes de tiempo, cuando aún no nos hemos puesto el sayo y el único cucurucho que todavía nos apetece es el de Rayas, no el de papel de estraza gris. Y siempre sale de nuestros labios una queja por ese calor que desprenden de los hornillos cuando, en contra de lo que dice el calendario, todavía empapamos las camisas.
Los castañeros son de los pocos vestigios que quedan de las calles españolas que Galdós noveló, populosas y sucias, con sus puestos de gallinejas, sus golfas de lengua larga y sus pillos vendedores de prensa. Podrían ser perfectamente un Bien de Interés Etnológico, trincar subvenciones y otras mamelas. Nada de eso ocurrirá. ¿Qué hacemos entonces con ellos en esta ciudad que ya no quiere sus fumatas blancas ni en los parques y en la que el otoño se ha evaporado definitivamente?
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