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César Rina Simón

Detrás del cartel

La homofobia sale a relucir en el momento que se insinúa que el Cristo de Saturnino es gay

01 de febrero 2024 - 01:00

Contaba Borges la historia de un mapa cuya silueta acabó pareciéndose al perfil del rostro que lo dibujaba. Algo parecido ocurre en la Semana Santa y otras fiestas identitarias. Cada cual quiere que la celebración se parezca a sí mismo, y que su experiencia y sus prejuicios conformen lo que los demás deben entender por tradición. Su función, más allá del entretenimiento, es la de perfilar los contornos imaginarios de la comunidad. Para ello hay múltiples recursos persuasivos, como la identificación de opiniones personales con la voluntad esencial de la ciudad. En singular. “A Sevilla no le ha gustado…”

El cartel de Salustiano ha evidenciado los defectos de unos tiempos aciagos que tienen al hater entre una de sus profesiones. La relación de la Semana Santa con el cristianismo siempre ha sido bastante tangencial. No me refiero a la falta de valores de los odiadores, pues el catolicismo te permite ser un capullo durante toda tu vida y arrepentirte a última hora. Me refiero a algo más estético y narrativo, a la idea de resurrección, de juventud y a una concepción del arte que aquí es sacrílega por no sé qué tradición.

La homofobia del debate sale a relucir en el momento que se insinúa que el Cristo de Salustiano es gay, es decir, cuando se relacionan atributos físicos con una “condición homosexual”. Ha molestado que la imagen oficial no sea la del hombre que esperaban, como si la ciudad no estuviera plagada de Cristos que tomaron como modelos de carne y hueso a truhanes y comunistas. ¿Quién es acaso el Cachorro o Jesús Despojado? Parece que incomoda su humanidad, su piel, su melena y sus aires de verdad. Le prefieren fingido, inofensivo, encerrado en la madera. El problema de fondo no se encuentra en la educación artística o en la susceptibilidad fingida. Está en la dimensión de símbolo representativo que se le otorga al cartel y en su función para sintetizar la ciudad.

La Semana Santa es una paradoja, un animal imposible nutrido de contradicciones insalvables. Fiesta conservadora y progresista, penitencial y báquica, tradicional y moderna, de Alberti y de Queipo de Llano y, también, fiesta homófoba y fiesta marica. Porque fueron maricas los que dieron a las procesiones su colorido y teatralidad, los que hicieron de los oficios artesanos un fenómeno artístico y los que, cuando su “condición” estaba proscrita por la dictadura, tomaron las calles en cada primavera para visibilizar su derecho a participar en la fiesta, es decir, su derecho a existir.

Está en juego quién puede representar el ritual más expresivo de la ciudad y no toleran que alguien que no encaja en su estrecho canon ocupe el centro de la fiesta. Son conscientes de que los símbolos importan. Pero también saben que son minoría y que sin cartel, sin pregón, sin artículo ampuloso y sin homilía de radio, habrán perdido la hegemonía cultural de la Semana Santa. De ahí los ladridos y las huellas de nuestras pisadas.

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