Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
Yla ciudad se dormirá rendida, exhausta, llena de la esperanza de un mañana lejano. Volverán los hombres y mujeres a la rutina, las imágenes a sus altares, los restos de la cera a fundirse en el crisol ardiente. Los tallos erguidos de las flores olvidarán el miedo a una guadaña cruel que les arranque la vida. Las volutas de incienso se perderán definitivamente entre los algodones blancos de las nubes.
Dios quedará encerrado, olvidado, atenazado por esas puertas que, de aquí al domingo, se tornarán en muros infranqueables. Él no interesa más que en este tiempo de gozo y penitencia; después, será mejor resguardarlo entre las torres, la calle es un lugar demasiado peligroso, mejor dejarle ese espacio al hombre omnipotente para que Dios siga permaneciendo oculto.
Abrazo el azul terciopelo suave de esta tarde y es como acariciar la mano de este Cristo ofrendado, muerto para ocupar todos los ámbitos, todos los corazones, para permanecer en nuestros labios en todo momento, para orientar nuestros actos, todos, con la misma entrega, con el mismo amor, con la misma dulzura de los brazos que recogen su cuerpo maltrecho, pero también con la misma fuerza, el mismo vigor, idéntico coraje que el grito desgarrador que traspasa campanarios y azoteas de Triana.
Quedarán grabados en nuestra memoria sentimientos, imágenes, olores, brillos... pero ¿y Dios? Tienen razón quienes, seco el entendimiento por la ira, sectarios inasequibles al diálogo, apóstoles de una libertad en la que no creen, pretenden arrinconar la fe en las sacristías; Dios en el espacio de los hombres es un peligro. Es mejor hacerlo invisible, como a los desheredados de nuestro tiempo; como a los pobres, los viejos, los enfermos... como a los muertos.
Por eso, ahora que viviremos una vez más la resurrección de la ciudad, será conveniente preguntarnos si a fuerza de creer, cuidar, venerar y entregarnos a lo accesorio, no hemos hecho también nosotros invisible a Dios en esta semana que acaba.
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