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la ciudad y los días

Carlos Colón

Invocación a la luz

PREFIERO los sábados a los domingos, las mañanas a las tardes, las tardes a las noches. Y aborrezco todas las madrugadas menos una. Prefiero el amanecer al anochecer, la primavera al otoño, el verano al invierno, la infancia -la patria del hombre- a la juventud, la juventud a la madurez y la madurez a la vejez. Prefiero las primeras páginas de los libros nuevos, fragantes de olor a papel terso, misterio de palabras inexploradas, placeres que aguardan, mundos por descubrir. Prefiero los lápices enteros recién afilados y su intenso olor a madera, las gomas de borrar sin estrenar -limpias, perfectamente cuadradas-, los cuadernos nuevos con las páginas en blanco, los periódicos recién comprados con las páginas pegadas resguardando su fuerte olor a tinta y papel.

Prefiero la Cuaresma a la Semana Santa, la mañana del Domingo de Ramos a su noche, el Domingo de Ramos a los restantes días santos, los mediodías y primeras hora de la tarde de cualquier día de la Semana Santa a sus noches, la mañana del Jueves Santo a su anochecer mordido de Madrugada, las cuatro primeras horas de la Madrugada -de la salida de la Macarena a la del Calvario- a las otras cuatro de cuerpos cortados, las primeras horas de la mañana del Viernes Santo -la Esperanza desde Regina al mercado de la calle Feria- al sudor agónico del mediodía. Y en cuanto al Sábado, deploro su Gloria perdida en 1956.

Prefiero las primeras partes de las películas a las segundas: de la fiesta en los Doce Robles al "a Dios pongo por testigo…", de la entrevista en la oficina de la presa entre Yevgraf y Tonya al saludo puño en alto al tren de Strenlikov, de la entrada de Valerio Grato en Jerusalén hasta que los caballos del jeque Ilderim sean el instrumento de la venganza, de la salida del Convent Garden a la partida hacia el baile de la embajada -ella esperando en la escalera a que el profesor le dé el brazo- o del accidente de moto a la travesía del Sinaí rumbo al Cairo.

Prefiero las primeras horas del día en una ciudad desconocida -mejor: reconocida- a la caída de la tarde en la que todo adquiere un aire vagamente amenazador y nos sentimos exiliados de las ventanas encendidas tras las que la vida sigue su curso cotidiano. Prefiero los primeros días de las vacaciones, cuando parece posible que se cumpla todo lo aguardado y no se lleva cuenta de los días.

Será porque prefiero la vida breve a la nada de la muerte o la eternidad tras ella. Ya lo dijo Lubitsch: el cielo puede esperar. Y aquel hombre de Iglesia a quien confortaban en su agonía diciéndole que estaba llegando a la casa del Padre. A lo que contestó: "Sí, pero como en la de uno…".

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