EL martes pasado detuvieron en el norte de Serbia al ex general Ratko Mladic, que fue el responsable de la matanza de ocho mil refugiados bosnios en Srebrenica, en julio de 1995, y que desde hace diez años vivía como un fugitivo dentro de su propio país. Durante los tiempos de la guerra de los Balcanes, a comienzos de los 90, Ratko Mladic fue un personaje que aparecía con frecuencia en los informativos de la CNN. Lo veíamos caminar entre sus soldados, con su uniforme de camuflaje y su pistola al cinto, y siempre tenía el mismo aire malhumorado y ceñudo y reconcomido. Si existiera un aparato que pudiera medir el odio que llevamos dentro, el entonces general Mladic habría dado uno de los índices máximos del medidor. Su odio hacia sus antiguos vecinos de la Yugoslavia que se desintegró en 1991 era un sentimiento tan arrebatador, tan incontrolable, que quizá sólo tenga una explicación de orden psiquiátrico.

Y es que la vida de Ratko Mladic, que ahora va a ser extraditado al tribunal de La Haya por sus crímenes de guerra, es una vida llena de dolor y oscuridad que él mismo se empeñó en hacer sufrir a sus víctimas. Su padre murió luchando contra los nazis cuando él era un niño de cuatro años. Y su hija Ana se suicidó en 1994, disparándose un tiro con la pistola favorita de su propio padre, la que le habían entregado en la Academia Militar como premio al mejor cadete de su promoción. En Belgrado se rumoreó que la hija de Mladic no había podido soportar los rumores que acusaban a su padre de crímenes de guerra. Y eso que cuando Ana se suicidó, su padre todavía no había ordenado la ejecución de los ocho mil refugiados bosnios en los alrededores de Srebrenica. Eso ocurrió un año más tarde, en julio de 1995, y nunca sabremos si el suicidio de la hija influyó en la conducta desquiciada del padre. ¿Por qué hizo matar Mladic a toda aquella gente? ¿Para vengar de alguna forma la muerte de su hija? ¿O por pura locura? ¿O por pura rabia? Nunca lo sabremos.

Y tampoco sabemos lo que ha hecho Ratko Mladic en todos estos años que ha vivido escondido, huyendo de la Policía que lo buscaba, o que más bien fingía buscarlo. Un vecino del pueblo en el que se escondía le preguntó una vez si era Ratko Mladic, y Mladic le contestó que no, pero que había mucha gente que se parecía a Mladic. Y en esto del parecido sí que decía la verdad, porque muchos de los vecinos de Mladic han reconocido que le admiraban y le querían. Y durante la guerra de la antigua Yugoslavia, los crímenes de Mladic no los decidió él solo, sino que hubo mucha gente que los apoyó y justificó, y que gritó para que ocurrieran, y que cantó los mismos himnos de guerra que cantaban los asesinos. Por desgracia, la locura de Mladic es muy contagiosa. Y puede llegar a cualquier sitio.

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