EL TIEMPO Llegan temperaturas de verano a Sevilla en pleno mes de mayo

aNTONIO BREA

Historiador

Nostalgia del 82

Aquel Brasil que venció a la URSS, goleó en el Benito Villamarín a Escocia y Nueva Zelanda

Por segunda vez en la historia, Sevilla vuelve a ser sede de la fase final de un torneo de selecciones nacionales de fútbol. En esta ocasión, casi de rebote, tras demorarse un año la celebración del evento y decaer en las preferencias de la UEFA el escenario en principio previsto, que no era otro que Bilbao.

Y es que los astros parecen haberse alineado para que el nacionalismo vasco pueda seguir manteniendo una de sus victorias simbólicas, como es el hecho de que el equipo español no juegue en aquellas tierras desde el remoto 1967, un año antes del primero de la larga y tétrica relación de asesinatos terroristas.

Mucho nos tememos que ni el lugar elegido, el lejano y colosal vestigio de la utopía olímpica de Rojas-Marcos, ni las restricciones a la presencia de público, contribuyan a que esta Eurocopa alcance el grado de esplendor de aquel Mundial de 1982 que nos dejó cuatro partidos memorables, repartidos a partes iguales entre Heliópolis y Nervión, los dos epicentros espirituales de nuestra pasión balompédica.

Siendo un chaval de doce años, tuve la suerte de asistir a aquellos encuentros junto a aquel culto aficionado que fue mi padre y vivir momentos inenarrables como coincidir, en la grada alta de fondo del Ramón Sánchez-Pizjuán, con unos supuestos hinchas soviéticos. En realidad, fieles comunistas de soleado rostro y andaluza dicción, allí situados para apoyar a los representantes deportivos del ideal de la hoz y el martillo. Aquella noche, tuvo que ser irónicamente la magia de un jugador dotado como pocos de una formación intelectual marxista, la que condujo a sus rivales de la camiseta roja a la derrota.

Sócrates fue, en efecto, el gran director de orquesta del vistoso combinado brasileño que arrastró a nuestras calles a miles de seguidores que las inundaron de música y color, abstrayéndose de los problemas propios de un país bajo una dictadura, a la que servía un entonces desconocido paracaidista apellidado Bolsonaro.

Aquel Brasil que venció a la URSS, goleó posteriormente en el Benito Villamarín a Escocia y Nueva Zelanda, antes de mudarse a Barcelona para caer eliminado por una Italia que acabó convirtiéndose en tricampeona mundial, suscitando el éxtasis del otrora partisano Pertini.

Fueron esos partidos el aperitivo de la brillante y dramática semifinal que disputaron, en el abarrotado coliseo sevillista, Alemania y Francia, con triunfo de los teutones en la tanda de penaltis. En vísperas del pitido inicial miles de gargantas entonaron los himnos de dos naciones tradicionalmente enemigas, convertidas en aliadas a través de la participación conjunta en la OTAN y en lo que aún se conocía popularmente como Mercado Común, embrión de la actual Unión Europea.

Ese añorado 1982, marcaría el tránsito hacia mi turbulenta adolescencia. Y también el del joven régimen constitucional hacia su madurez, bajo los pilares de la monarquía, la descentralización administrativa, el bipartidismo imperfecto y la plena integración política, militar y económica en el bloque occidental.

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