Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
El devenir histórico-artístico y la evolución del entorno de la actual plaza del Duque en Sevilla a lo largo de los tiempos es realmente sorprendente. Los terrenos pertenecían a la collación de San Miguel tras la conquista de la ciudad por Fernando III, repoblándose tras la creación de la iglesia y conformando un núcleo urbano dependiente de la casa ducal de Medina Sidonia, que construye un gran palacio —el de los Guzmanes— al oeste del enclave. A finales del siglo XVI, don Alonso Pérez de Guzmán, VII duque y Capitán General de la Costa de Andalucía y del Mar Océano, decide derribar el caserío medieval que ocupaba toda la manzana, abriéndose la nueva plaza, a la par que se reedifica con magnificencia el antiguo palacio.
“Era tan grandioso que hasta al rey Felipe II, paseando por Sevilla el día de su triunfal entrada en 1570, le llamó tanto la atención que preguntó si aquella casa era la del Señor del lugar” (Félix González de León).
El asistente José Manuel de Arjona promueve una profunda reforma de la plazoleta en 1828, trazándose un paseo de salón con una gran fuente que mantiene el obelisco piramidal preexistente, la cual sería sustituida seis décadas después por la estatua de Diego Velázquez, obra de Antonio Susillo. El templo de San Miguel, que ocupaba la cara norte de la plaza ya denominada del Duque de La Victoria en honor al general Espartero, es derruido en 1869 y se erige un teatro efímero. Asimismo, se procede a la parcelación y venta del conjunto palaciego, en ruinas desde la invasión napoleónica; la heredad ducal es sustituida por el imponente palacio con torreón del Marqués de Palomares, añadiéndose más tarde el regionalista de los Sánchez Dalp y el colegio Alfonso X el Sabio.
Juan Talavera y Heredia lleva a cabo una reorganización de la plazuela en 1924 con arriates, mármol y enchinado; sembrando fresnos, palmeras y respetando el modelo plaza-salón. Llegan los años sesenta con nuevas ansias renovadoras y son demolidos los dos palacetes, también el de Cavaleri al este, cuya bella portada es el único testigo superviviente de tanto naufragio, así como el Hotel Venecia en el lado sur. En sustitución de estas magnas obras, se levantan fríos edificios de carácter comercial sin alma, sin huellas del pasado, víctimas de una ciega especulación urbanística.
“La memoria es una parte intrínseca de la arquitectura, porque sin saber dónde hemos estado, no tenemos idea de hacia dónde vamos” (Daniel Libeskind, arquitecto).
Los almeces y fresnos en derredor junto a tres palmeras datileras, cuatro palmeras chinas de abanico, dos bellos árboles de Júpiter, un espléndido magnolio y los floreados parterres alivian el perpetuo desmayo de la que fue plaza señorial de la urbe...
“La plaza tiene una torre,/ la torre tiene un balcón,/ el balcón tiene una dama,/ la dama una blanca flor./ Ha pasado un caballero,/ —¡quién sabe por qué pasó!—/ y se ha llevado la plaza con su torre y su balcón,/ con su balcón y su dama,/ su dama y su blanca flor” (Antonio Machado).
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