La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Sevilla es el señor Valdemar de Poe

Uno comprende e incluso aplaude al alcalde, a la vez que sabe que promete un imposible

Dice el alcalde, en la entrevista de Manuel Ruesga que publicamos ayer: "Me preocupa que, como consecuencia de esa mayor afluencia turística, Sevilla pierda parte de su idiosincrasia y se convierta en una ciudad estándar. Mientras sea alcalde es algo que no va a ocurrir. ¿Cómo se combate? Favoreciendo medidas como el reconocimiento de establecimientos emblemáticos frente a las franquicias que estandarizan todas las ciudades del mundo. El legado patrimonial que tiene Sevilla no puede perder su idiosincrasia por mucho turismo que tengamos".

Uno, que no tiene sus responsabilidades y ve los toros desde la barrera, comprende que lo diga, incluso lo aplaude, a la vez que sabe que es un imposible. Para empezar porque cual sea esa idiosincrasia [rasgos, temperamento, carácter, etc., distintivos de y propios de un individuo o una comunidad] no es fácil de establecerse para poder protegerla. Lo que deba ser la ciudad para progresar en fidelidad a lo que fue ha dado que pensar, crear y edificar a lo largo de casi dos siglos, desde los textos pioneros de Blanco White o Bécquer de definición de un espíritu de Sevilla, las reformas del asistente Arjona y los arquitectos Cano y Marrón o los inicios del tejido de su leyenda costumbrista a cargo de talentos locales y foráneos hasta las grandes reformas regionalistas iniciadas con el concurso de Casas Sevillanas convocado por el Ayuntamiento en 1911-1912 y la eclosión de la literatura del idealismo sevillano con Divagando por la ciudad de la gracia de Izquierdo en 1914, los artículos de Cansinos Assens en Grecia en 1918 y 1919, el volumen colectivo Quién no vio a Sevilla en 1920 o La ciudad de Chaves Nogales en 1921, el mismo año que Joaquín Turina estrenaba en Madrid su Sinfonía sevillana.

De estos esfuerzos nació una cierta idea y realidad de Sevilla que no pudo sobrevivir a la bárbara destrucción de los años 60 y 70, prolongada por igualmente bárbaras operaciones -sobre todo bajo los mandatos de Rojas Marcos y Sánchez Monteseirín- y por el generalizado desinterés hacia el patrimonio de la vida cotidiana. El cuerpo de la ciudad se pudrió en vida como el del señor Valdemar de Allan Poe que "se deshizo entre mis manos" gritando "¡por amor de Dios, hágame dormir o despiérteme, le digo que estoy muerto!", convirtiéndonos en la gusanera que come de él gracias al turismo masivo, tan necesario, tan dañino.

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