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Acción de gracias

Las acedías

Ay de quien no cierre los ojos y albergue esperanzas ante unas papas aliñás, una tortillita de camarones, unas acedías

Hay bocados que te devuelven a la infancia, que te recuerdan que también el paladar tiene memoria, que estómago y corazón a veces son sinónimos. Un mediodía cualquiera se produce el milagro, y uno vuelve a ser un niño, y siente de nuevo la conmoción y el asombro de esos años. Me ocurrió hace unas semanas, en la Taberna der Guerrita, ese templo de la gastronomía y el vino ubicado -escondido, presumen sus responsables, porque la magia no precisa de multitudes- en el barrio bajo de Sanlúcar de Barrameda. La revelación llegó sin avisarlo, con una bandeja de acedías fritas, un pescado que desconoce la solemnidad, que podría parecer el primo pobre del lenguado, y que sin embargo, en su modestia, se deshacía esa tarde en la boca con esa plenitud con que rompen las olas. Emocionaba su gusto intenso a mar, pero había algo más: aquello sabía a la vida. Yo volví a ser un chaval sentado a la mesa con mis padres, con todo el futuro por delante, y esa misma mañana habíamos comprado en la plaza de abastos aquellas acedías. Y la existencia, porque la comida es otra forma de hogar, recuperaba su condición amable, su lado de celebración y de promesa.

Hace años que encontré en Sanlúcar mi lugar en el mundo, una idea de refugio heredada de mi padre, que habría querido jubilarse allí, y hay algo en la cocina de esa tierra que me reafirma en mi decisión, que aviva mi gratitud. La grandeza de sus productos, el respeto con el que se han transmitido sus elaboraciones, parecen decirnos que hay dignidad en esto de estar vivos. Ay de quien no cierre los ojos y no albergue esperanzas ante unas papás aliñás, una tortillita de camarones, una sopa de galeras, un guiso marinero, unas acedías fritas, una copa de manzanilla: ese hombre, está claro, habrá perdido su alma en el camino. Pienso en todas las veces que nos sentamos a la mesa, en los restaurantes de Bajo de Guía o en Casa Perico, en el otro extremo de Sanlúcar, y reconocimos en aquellos platos la ofrenda de los dioses; pienso también en el hermoso legado de mi amigo Fran, que tomó las recetas de la familia y de su entorno -choco al pan frito, langostinos al ajillo y manzanilla- y las ofreció al mundo con su empresa, Conservas Senra; me admira también cómo los cocineros de propuestas como El Espejo o Narea están reinventando esa herencia prodigiosa.

Hoy, que es Nochebuena y en tantas casas se comerán langostinos de Sanlúcar, quiero acordarme también de esas acedías, o de las patatas y los tomates, de esa materia aparentemente humilde que sin embargo nos dice quiénes somos. De esa cocina del sur en la que los hombres y mujeres recogieron lo que el mar y la tierra les daba para celebrar lo importante: que estamos vivos, que nos tenemos los unos a los otros. Feliz Navidad.

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