César romero

Un beso a Mastroianni

Marcello Mastroianni, leído aunque nada presuntuoso, no escribió sus memorias

Cuando eres pequeño, tus padres, y tus hermanos mayores, si tienes, son tu mundo, delimitan sus confines. Tanto como para creer que sus nombres son suyos y de nadie más. Recuerdo la sensación al oír por vez primera el nombre de mi padre y mi hermano mayor referido a otro. De conocer entonces la palabra hubiera pensado que aquel hombre de mirada irónica y melancólica de la tele, Marcello Mastroianni, era un usurpador. En verdad sólo era una leve resquebrajadura en la burbuja de aquel niño ingenuo, el primer extrañamiento con que la vida lo iría educando.

En casi todas las artes hay dos tipos de artistas: los deslumbrantes, superdotados que parecen venir con su pedestal incluido, admirables, y altivos y distantes; y los acogedores, a veces tan dotados como aquéllos pero apenas pagados de sí mismos, cercanos cual amigos. Este año se cumple el centenario de dos actores que encarnan esta dicotomía: Marlon Brando y Marcello Mastroianni. Brando quizá sea el ejemplo máximo de actor sobrado de dotes que acabó sobreactuado (y trajo una secuela de buenos actores convertidos en sus propias parodias). Como Picasso, como Quevedo, como Sinatra, en sus artes: admirables, pero poco amigables. Mastroianni es el tipo de actor que no se pavonea, sigue viendo su profesión como un juego y es capaz, con Stewart, Bergman, Lancaster, Streep, de hacer creíbles a sus personajes y no perder por el camino el inconfundible sello con que los dotan. Como Gris, como Cervantes, como Dean Martin: amigables, y admirados.

Marcello Mastroianni, leído aunque nada presuntuoso, no escribió sus memorias. A diferencia de Kirk Douglas, que redactó su hagiografía, o de David Niven y Michael Caine, con deliciosas autobiografias, el italiano sólo se prestó a grabar un documental cuando lo acechaba la muerte, Sí, ya me acuerdo…, luego transcrito en libro homónimo. Lejos de alabarse, hasta cuando habla de su explotada faceta de latin lover ironiza, o se recuerda chozpando en torno a Sophia Loren. Admirador de Vittorio Gassman (actor “deslumbrante”, autor de unas interesantes memorias), se ve como un tipo no especialmente destinado a la interpretación, que toma su profesión como un regalo que le propició una vida placentera, sin tormentos, y casi todo lo encara con humor y una cierta conformidad, sin olvidar nunca de dónde viene. Recuerda sus orígenes humildes, cómo su padre, ciego por diabetes, y su madre sorda, soliviantaban a los espectadores cuando iban al cine, con alborozo, a ver las películas del hijo (una preguntaba qué había dicho, otro qué había pasado). Recuerda la austeridad y el feliz abrigo de su extensa familia. Pasa de soslayo, elegante, por sus amoríos, pero no olvida el beso fugaz que una desconocida, en un vagón de tren a oscuras durante la guerra mundial, le dio. Sólo alguien tan cervantinamente llano, sabio, como Marcello Mastroianni puede elegir un instante fugaz y anónimo como uno de los más memorables de su envidiable vida.

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