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Acción de gracias

La buganvilla

Ha permanecido impasible al ruido de la vida y sus polémicas, como si ella supiera lo que realmente importa

En estas últimas semanas, los días que ha habido posibilidad de lluvia, dirigía la vista a la terraza con la duda de si debía echar un paraguas en el bolso, y me topaba entonces con una nota de color -de un intenso fucsia- que contrastaba con la grisura de las nubes: una buganvilla que este otoño se yergue pletórica. Su visión me animaba no sólo por el cromatismo generoso de sus flores, sino por el vigor con que esa planta ha revivido después de un verano inclemente en el que no era más que un árido ramaje, por la lección de resistencia y coraje que parece esconder su constante renacimiento. Me recordaba a ese personaje de Follies, la obra de Sondheim, que entonaba en esa canción emocionante de I'm still here que había sido testigo de mil y un momentos de la Historia -la Depresión, Hoover, Gandhi- pero había sobrevivido a todos y seguía ahí. Caí en la cuenta de que hace más de cinco años que me mudé y convivo con la buganvilla, cinco años en los que ella ha permanecido impertérrita ante el ruido de la vida y sus polémicas. Como si ella supiera lo que realmente importa -la belleza-, como si nos diera un ejemplo para nuestro ánimo voluble en las etapas de desaliento. Mi amiga Patri me manda una foto mía en la presentación de Una sola vida, de Manuel Vilas, al que acompañé este jueves en un acto del Centro Andaluz de las Letras en la Biblioteca Infanta Elena. En la imagen sonrío y hago aspavientos, porque me puse un poco payaso e hice algunas bromas, pero Patri lo llama de otro modo: entusiasmo. Bendito el entusiasmo, me dice, y ahora que escribo estas líneas pienso que mi buganvilla es la mejor embajadora del fervor, un puñetazo a ese fatalismo en el que vivimos.

Les cuento a los compañeros -amigos- de Diseño del periódico el tema de este artículo, y nos vienen a la memoria nuestras madres y abuelas, ese ritual con el que cuidaban las plantas, cuando les hablaban o les cantaban o las transplantaban a otra maceta: ellas también sabían lo que importaba -la belleza-, ellas también contestaban con su alegría a la vulgaridad que nos rodea, ellas tenían mano para persistir en la vida, y no se les morían como a nosotros, desposeídos ya del lenguaje de las flores, todas las orquídeas. Qué liturgia tan necesaria la de la jardinería, todo lo que conlleva, los cuidados, el sosiego, en estos tiempos de crispación y de prisas, donde todo tiene el rango de urgente pero nada realmente es importante. Estos días el sol ha sido una presencia constante, pero yo seguía asomándome cada mañana a la terraza, ya sin la duda de si llovería, por encontrarme la silueta esbelta de la buganvilla. A su modo callado me dice que yo también sobreviviré, que a mí me espera también un renacimiento, que yo conozco también el entusiasmo.

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