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tribuna de opinión

josé maría maesa

escritor

Ya no huele a cine en la Alameda

El autor reflexiona sobre la pérdida de un espacio cultural de la ciudad, que se suma a otras salas que han desaparecido, y la pérdida de identidad experimentada en la zona

Fachada principal del cine Alameda

Fachada principal del cine Alameda / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

UN pasillo de estridentes neones, una decadente tienda de golosinas, una malévola carcajada enlatada proveniente de una Bocca della Verità de plástico: anticipándonos al siglo XXI. Nostálgica, ridícula y dolorosa frase. El cine Alameda ha dado un salto hacia el futuro y se ha dejado a sí mismo atrás. A veces, a menudo, aunque menos de lo que me gustaría, la oscuridad me envuelve, el mundo se diluye en tinieblas ignorables, y la realidad se rasga para mostrar lo que hay al otro lado.

Nada sustituye la emoción de ver el cine en una sala de cine. Nada. No hay ningún aroma como ése. ¿A qué huele una sala de cine? Se podría argüir que a palomitas de maíz, desinfectante, moquetas, polvo... pero es improbable que alguno de esos ingredientes genere ese olor. Hace un número incontable de años una niña, justo antes de que el sueño la venciera, contemplaba las sombras y los reflejos que el hogar proyectaba sobre la pared de roca en la que sus antepasados cazaban un bisonte.

Esa cueva olía a humo, a carne asada, a toda su familia y también a eso otro. Ese mismo olor lo desprende la estancia en la que se desarrollan Las meninas, ese lugar intangible, pero más real que muchas cosas, que hay dentro del lienzo de Velázquez. O es el mismo que se percibe al entrar en el Panteón de Roma, mirar hacia arriba y ver esa nada esencial que es su óculo. O también, por ejemplo, al recorrer El jardín de senderos que se bifurcan de Borges, o las calles de Ocnos. Es el aroma de la eternidad, del infinito, de la intimidad compartida con millones, de la imaginación, de la verdad y la mentira. Hace poco cerró el cine de mi infancia. El cine Alameda ya no huele a cine, huele a cadáver. Uno más que cae.

La nostalgia es bella, y también huele a cine. Pero convertirla en contrafuerte de la indignación me saca por completo de la película. Hay quién construiría relatos preocupantes que pondrían míticos nombres en una patética lista de caídos: Rialto, Regina, Bécquer, Cristina, Corona, Florida, Apolo, Azul... hay poesía y belleza en esa retahíla de cadáveres de cines. Hoy en día cualquier ciudad tiene una oración similar. ¿O es una maldición? Prefiero considerarla un conjuro que abre ventanas a otras dimensiones. No me gustan las amargas quejas, los panegíricos de cualquier cine cerrado fue mejor. Suelen obligarte a mirar a través de palabras que reducen la realidad, disminuyen las dimensiones hasta ajustar su número al interés de alguien, no sé de quién. Justo lo contrario que hace una sala de cine. Pero lo cierto es que ya está aquí el cuarto jinete del particular Apocalipsis de las salas de cine, la temida Peste. Pero antes ya vinieron a asestar sus respectivos golpes demoledores la turistificación, la gentrificación y el más poderoso y longevo el televisor.

El mundo ha cambiado, la ciudad ha cambiado -dicen, como si fuera algo nuevo-. La Alameda no es el lugar que solía ser. ¿Y qué lugar solía ser? Ha sido muchos, incontables, ¿un río en la antigüedad?, ¿una laguna infecta en el medievo?, ¿un experimento urbanístico en el Renacimiento?, ¿un paseo decimonónico?, ¿un burdel ochentero?, ¿espacio de cultura underground y movimiento LGTBI en los noventa?, ¿ejemplo del éxito gentrificador de los 2000? Pero la paradójica verdad es que, en este mundo gentrificado, turistificado y pandemiado, hay más cine que nunca. Ya no hay que esperar a las tardes ociosas de domingo para ir a una sala de cine, o a que la noche se cierre para que pongan una peli de vaqueros o de Bogart en la tele. ¿Alguien puede afirmar que las series, las plataformas de streaming o las decenas de cadenas que casi cualquiera tiene en su televisor no son cine? Lo son, y por eso que cada vez hay más cine, siento miedo de perder ese olor, el de palomitas, butacas, moquetas y...ese algo más.

Es un temor alimentado por una nostalgia arraigada en largas colas expectantes, y en los estrenos casi soñados de Regreso al futuro, Indiana Jones y la última cruzada, Tesis, Desmontando a Harry o Interstellar, inolvidables momentos que viví en las salas, ya muertas, del Alameda; pero a su vez, ese temor está atemperado por la esperanza que me da pensar en que, por muy mal que vaya, por muy decadente que se vuelva el mundo, la gente no se va a volver tan insensible, o se van a dejar llevar por los insensibles, y siempre quedará un espacio protegido, sacralizado, preservado, para que los que son como yo, y dividen su vida en dos partes, la que transcurre dentro de una sala de cine y la que transcurre fuera, sigan ejercitando sus narices frente a una pantalla. Y porque también hay sustitutos para esa lista de bellos nombres.

Es cierto que han cambiado Rialto, Regina, Bécquer, Cristina, Corona, Florida, Apolo, Azul, por Arcos, Nervión Plaza, Lagoh, Ábaco, Plaza de Armas, Cinezona, Metromar; lo que es como sustituir dioses homéricos por una lista de deseos de Aliexpress. Pero siguen siendo cines, y sus salas, aunque no lo parezca, acaban desprendiendo el mismo olor. No lo sé. El mundo no tiene por qué adaptarse a los inadaptados. Sirva este humilde texto como panegírico nostálgico pero no indignado, a la par que como declaración de intenciones: pienso seguir, mientras pueda, mientras me lo permitan, con mi acto de fácil rebeldía semanal, acudiendo a un cine. Hay una parte de mi vida que implora por ese gesto. La otra parte, sencillamente, desaparecería sin él. 

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