Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
LAS manifestaciones en Grecia, Irlanda y Portugal, a raíz de las exigencias de austeridad para dar vía libre a sus respectivos rescates, han tenido como característica común el rechazo popular a la interferencia de Europa en las políticas económicas de cada país. También en Italia y Francia y en el movimiento de los indignados españoles se plantea romper con las directrices de política económica europeas, a las que acusan de estar dictadas por los mercados y de haber acabado con la Europa del bienestar. Europa se ha convertido, especialmente para la izquierda política, en el paradigma del neoliberalismo del siglo XXI.
Para muchos ciudadanos, la principal causa de las dificultades para encontrar una vía de salida de la crisis se encuentra en la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo en el tratamiento de la crisis de deuda soberana en general y de la griega en particular. Europa, al menos en su flanco más meridional, culpa directamente a sus políticos de la situación, en abierto contraste con lo que ocurre en Estados Unidos, donde la crisis es una cuestión nacional y las máximas responsabilidades recaen sobre la banca. California y sus dificultades financieras plantean un problema al conjunto del país, pero no se cuestiona el tratamiento que debe recibir, siempre que los cauces sean transparentes y democráticos. Sólo la figura de Bush se vio acusada de irresponsabilidad por su pasividad inicial para reconocer y abordar la crisis, a pesar de lo cual siempre estuvieron por delante de los europeos, sobre todo, a partir del primer paquete Paulson, del que ahora se cumplen tres años. Si en Estados Unidos la crisis es una cuestión nacional, en Europa es una cuestión política derivada del vasallaje de los políticos hacia sus votantes, que a veces conduce a situaciones esperpénticas, como la del Gobierno finlandés, obligado a una defensa disimulada de iniciativas insolidarias y no cooperadoras, impuestas por su parlamento, en reuniones de coordinación para abordar el segundo plan de rescate a Grecia.
No es extraño, por tanto, que la izquierda europea se indigne ante la división y la torpeza para habilitar una salida y ante el talante de un Banco Central Europeo que permanece hostil a la utilización de los estímulos monetarios a la demanda. Para la izquierda de Europa se ha hecho liberal, sobre todo, cuando se observa el afán intervencionista de la administración norteamericana y la tensión permanente sobre la forma de empleo del arsenal monetario, cuya más reciente entrega es el debate en torno a la preferencia de la Reserva Federal (Fed) por una operación twist entre bonos a corto y largo plazo, frente a una tercera generación de facilidades monetarias.
La imagen de Europa en este momento es de parálisis política, al menos desde la perspectiva de la izquierda, aunque conviene tener en cuenta que cuando se adopta una perspectiva lo suficientemente amplia, en este tipo de reflexiones también son habituales las contradicciones. Por ejemplo, que entre los compañeros de viaje en el rechazo a Europa no sólo están los euroescépticos tradicionales, sino también la derecha más recalcitrante y además por razones no del todo diferentes: la cesión de soberanía, que limita el margen de intervención de los gobiernos, y la imposición de reglas que a veces perjudican el interés nacional. Pero quizás lo más sorprendente sea el desconcierto ante la dificultad para manejar una situación que ya era previsible cuando se decidió avanzar hacia el mercado interior y la moneda única, sin un impulso suficiente al entramado institucional necesario, cuyas principales evidencias son el denostado déficit democrático y la inexistencia de una autoridad fiscal común, imprescindible para evitar los problemas de coordinación.
Cuando se adoptó la moneda común, los países se despojaron del tipo de cambio, su principal mecanismo de defensa de la competitividad exterior. Lo hicieron además en el contexto de una realidad económica extraordinariamente desigual que, al menos en términos de competitividad, no ha dejado de aumentar. Pensemos en la depreciación que en estos momentos tendrían, si existieran, el dracma, el escudo, la lira o la peseta frente al marco, y en la tremenda ventaja que para Alemania supone mantener su presencia dominante, sin monedas individuales que permitan corregir los diferenciales de competitividad. Alemania ha defendido las ayudas estructurales a las economías más débiles y ahora se convierte en el principal defensor del euro, pero lo hace desde el extraordinario reforzamiento de su liderazgo durante la última década.
Para el resto de Europa los problemas se acumulan en forma de endurecimiento de las condiciones financieras y deterioro de la competitividad. Los costes financieros de una empresa española triplican en estos momentos a los de una alemana, por lo que habrá que reducir otros conceptos, si se quiere seguir compitiendo. Una opción sería rebajar la carga fiscal o las cotizaciones sociales, aunque incompatible con gobiernos en bancarrotas y crisis en el sistema de pensiones. Algo parecido debe ocurrir con el precio de los suministros básicos en sectores sometidos a regulación, por lo que sólo quedan dos conceptos a los que recurrir. Uno son los salarios, que Merkel propuso vincular a la productividad en su estrategia de defensa del euro. El otro es la reducción del tamaño del Estado y creo que ambos sitúan a la izquierda en una encrucijada ideológica de difícil elección.
También te puede interesar
Lo último