
La ciudad y los días
Carlos Colón
Trump oxigena a Sánchez
Al recibir el Anillo del Pescador, León XIV lloró. También lo hizo cuando compareció, recién elegido, en la logia central de San Pedro y vio la multitud que lo recibía como sucesor de Pedro. Lágrimas contenidas, irreprimibles, puro desbordamiento de la emoción. Que parecían expresar no tanto, si interpretamos su gesto, el peso de la cruz que caía sobre sus hombros como la conmoción por el don recibido. Me recordaron lo que de forma tan sencillamente conmovedora cuenta San Mateo: “Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor”. León XIV se sabe sucesor de aquel Pedro a quien por tres veces Jesús le preguntó si le amaba. Y cada vez que le contestó que sí, el Señor le pidió que apacentara sus ovejas. ¿Cómo no ha de emocionarse hasta las lágrimas el sucesor de quien recibió este mandato?
Son importantes las lágrimas. Cristo proclamó bienaventurados a los que lloran, porque serán consolados; y él mismo, “en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte”, como escribe San Pablo. “Vienen lágrimas; algunas veces parece que las sacamos por la fuerza; otras el Señor parece nos la hace para no podernos resistir”, escribió Santa Teresa.
Si las lágrimas son importantes en la experiencia religiosa, más lo son, si cabe, para quien, como León XIV, es hijo de San Agustín. “Mi madre, tu sierva fiel, lloraba en tu presencia por mí mucho más de lo que lloran las madres la muerte física de sus hijos… Y Tú la escuchaste, Señor. La escuchaste y no mostraste desdén por sus lágrimas, que profusamente regaban la tierra allí donde hacía oración” escribe en sus Confesiones. Cuando su conversión se consumó, “soltándose las riendas de sus lágrimas y desbordando los ríos de sus ojos” se dirigió, lo primero, a su madre. Y cuando esta murió –escribe– “sentí ganas de llorar en Tu presencia sobre ella y por ella, sobre mí y por mí. Y di rienda suelta a mis lágrimas reprimidas para que corriesen a placer, poniéndolas como un lecho a disposición del corazón. Este halló descanso en las lágrimas”.
El inicio de su homilía de ayer fue, naturalmente, una cita de San Agustín que tengo por la mayor verdad que un ser humano haya escrito: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esperanzador comienzo de pontificado.
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