La luz encendida

Uno abre una página de Luis Rosales y tiene de golpe -por si lo había olvidado- la conciencia de un alma

16 de octubre 2021 - 01:47

J OSÉ Emilio Pacheco opinaba que "qué presunción decirle al mundo: / Yo soy poeta". Se rebelaba contra la arrogancia de quienes se creen de la estirpe de los elegidos, el tintineo fatuo de unos bolsillos cargados de oro. "Falso: yo no soy nada", corregía, y matizaba después: "Soy el que canta el cuento de la tribu / y como yo hay muchísimos". Frente a la habitación mal ventilada de los egos, las estrecheces del individualismo, el mexicano apostaba por una selva o un río a cielo abierto: defendía que la creación no era sino el eco de una voz colectiva que va más allá del presente, concebía el verso "como una enfermedad de la conciencia, un rezago / de tiempos anteriores a los nuestros".

Me vienen a la memoria estos versos, la convicción con que Pacheco rebate que la ciencia disfrute "del monopolio entero de la magia" -la poesía, viene a decirnos, es otra forma de alquimia-, al releer conmovido a Luis Rosales. En mi santuario particular se les profesa devoción a dos Luises: el granadino y Cernuda, autores de música prodigiosa, hombres a los que les palpita en lo que escriben un corazón doliente, también en éxtasis. Uno abre una página de Rosales, y recobra la fe, y tiene de golpe -por si lo había olvidado- la conciencia de un alma. "Se ha ido encendiendo todo hacia la nieve", apunta Luis Rosales, en una intimidad torrencial en la que se cuenta a sí mismo y nos cuenta a nosotros, el canto de la tribu, y al otro lado del libro algo también se alumbra, la pureza del blanco. "Cerca de mí, crepitante y morena, / ¿no estoy oyendo como una voz que arde? (...) La misma voz que me fue haciendo la memoria, / que me fue haciendo calle en las palabras, / que me fue haciendo hombre / diciéndome / Esto es pan, esto es vino". La emoción que desprenden sus recuerdos nos mancha las manos de algún modo. Su familia es la nuestra. "Puede ser que habitemos aún aquella casa de la infancia / donde el latido del corazón tenía las mismas letras que la palabra hermano (...) y puede ser que aquella casa siga aún creciendo sin paredes".

Son nuestros también sus temores, su prevención, esos que recoge en su Autobiografía: "Así he vivido yo", y así nosotros, "con una vaga prudencia de caballo de cartón en el baño, / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería". Pero también su paz, su plenitud, nos pertenecen. "No lloro lo perdido, Señor, nada se pierde". Y cuando Luis Rosales, tras un largo viaje por su espíritu, levanta la cabeza y ve "iluminadas, obradoras, radiantes, estelares, / las ventanas -sí, todas las ventanas-", nosotros también sentimos que la casa, nuestra casa, está encendida, y que "todo ha de tener, al fin, la estatura de un niño", que es la talla de los hombres que se atreven a mirarse por dentro.

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