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El periscopio

León Lasa

Con pesticidas, por favor

DE un tiempo a esta parte el puritanismo zen en ciertas pautas de vida se ha convertido en algo de casi obligado comportamiento, dentro, claro, de determinados estratos sociales (esa botellita de agua siempre a mano de Guardiola, tan cool, en lugar de los pitillos de Menotti). Queremos vivir bien, sentirnos mejor, y durar cien años. Para ello, cualquier novedad que se anuncie con ese propósito es seguida instantáneamente por millones de personas, principalmente por aquéllos que en Francia denominan con el acrónimo Bobo (bourgeois bohème: los reconocerán, entre otras cosas, por calzar esos zapatos de suela gorda de goma que aumentan la talla en un par de centímetros y que son mágicos, dicen, para la espalda, a doscientos mangos el par). Otro oxímoron más de nuestros días. No podía quedar fuera de esa tendencia -comprar lo que se supone que es lo mejor para las llamadas necesidades básicas, sin importar el precio ni, claro, nuestra supuesta sensibilidad social- todo lo referente a la alimentación. Ver a profesores universitarios con el capacho de mimbre rebuscando en el mercado productos que se autodenominan "orgánicos" empieza ser de lo más usual.

En los Estados Unidos, según parece, se ha convertido en una fiebre. Lejos quedan aquellos años en los que lo de comprar comida orgánica quedaba constreñido a cuatro pelanas alternativos. Hasta el punto que la revista norteamericana de más prestigio -Time- ha dedicado su portada de la semana pasada al asunto: The Real Cost of Organic Food (www.time.com). Parece claro que, puestos a elegir, todos preferiríamos comer tomates y pimientos de la huerta del tío Severino, recogidas a mano y sin más pesticidas que las cagarrutas de las ovejas; o huevos de sus dos docenas de gallinas, sueltas por el corral. No tanto por sus valores nutricionales como por su sabor. Pero hay algunas objeciones que hacer a todo este idealismo. Uno; el precio de los productos orgánicos, no producidos con medios intensivos, es, por eso mismo, mucho más caro, hasta poder triplicar el de los convencionales, por así llamarlos. Dos; si se pretendiera alimentar a toda la población del planeta de esa manera -una quimera plausible- se necesitaría deforestar varias veces toda la cubierta boscosa del Amazonas. Lo que se antoja indudable es que, encaminándonos a los 9.000 millones de habitantes para el año 2050, sólo los más pudientes podrán permitirse un chuletón no hormonado, o un rodaballo que no haya sido criado con pienso. Quizá lleguen a venderse en boutiques junto a carteras de Loewe. Hay un mundo mejor; pero es mucho más caro.

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