La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Mi amigo de Bajo de Guía me informa en verano de los pasos perdidos de José Tomás. Desde hace años, él integra el grupo de elegidos que acompaña al torero en sus tentaderos por el Bajo Guadalquivir. Se expone como siempre y cada año torea un poco mejor, me dice. Lo hace sin público y sin ambición aparente por volver a vestir de luces. A poca distancia, en El Puerto de Santa María, una multitud nos congregamos esa tarde para ver a Morante de la Puebla. En el trayecto, no puedo evitar pensar en si hay paralelismos, más allá de la excelencia, entre estos dos artistas. Tal vez por la presencia del mar, me viene a la cabeza Lord Jim, y esa idea de que hay una ética de la valentía cuya severidad sólo encuentra explicación como redención de un pasado misterioso. También pienso que ambas biografías artísticas se comprenden en los términos milagrosos de la resurrección y que por eso los dos, a su manera, son artistas católicos. Pero el tomasismo y el morantismo, a poco que se piense, han sido, más allá de dos estéticas bien definidas como el elogio y la refutación de la quietud, dos fenómenos sociológicos dispares. La irrupción del tomasismo, a finales de los noventa, fue un momento gótico del toreo en un contexto social de banalidad y bonanza. En el peregrinaje tomasista había una búsqueda extraña de recogimiento religioso y uno recuerda aquellas tardes con un aire contemplativo y silencioso. El tomasismo fue un hecho artístico vacío de ideología que trascendió la tauromaquia. Aquella verticalidad ascética y mística de José Tomás es muy distinta a la gracia envolvente de Morante, a su profunda persuasión emocional. El morantismo es una realidad barroca, encarna una propaganda espiritual y contrarreformista que se enfrenta a un conato de imposición puritana. El neomorantismo en ciernes se identifica también como un hecho político en el que es reconocible cierta homogeneidad estética entre los acólitos y una pulsión nacionalista y juvenil. José Tomás, toreando en su clausura, nos evoca la idea de santidad que acuñara Simone Weil, para quien ser Santo es olvidar por completo que se es Santo. En Los ángeles exterminados, la película de José Bergamín, el torero Luis Miguel dice que “la muerte es el público”. José Tomás, en esa santidad, ha decidido no enfrentarse a la muerte. Sí la enfrenta el torero de La Puebla, cuyo destino no es el de santo sino el de héroe absoluto de la historia del toreo. Un héroe que ha de vencer también a su público, como vence el caballero al dragón, no porque lo odie, sino porque lo ama.
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