Acción de gracias

La siesta

Ni siquiera durante las semanas del confinamiento nos permitimos el descanso, obsesionados por hacer cosas

No sé ustedes, pero yo adoro esa relajación de después del almuerzo, cuando uno descansa antes de entregarse a la tarde de trabajo que le espera y en ese intervalo logra arrinconar las preocupaciones y responsabilidades. No me considero un haragán -por las mañanas suelo madrugar, algo que desentona con la fama de noctámbulos y maleantes que tenemos los periodistas, y en vacaciones o descansos no sé estar inactivo-, pero si puedo no perdono la desconexión de una siesta, que celebro como un ritual íntimo, un instante de recogimiento y serenidad antes de volver al ruido. No todos conciben ese momento como sagrado: cada vez es más habitual, por desgracia, porque hay gente que se olvida de las normas de cortesía básicas cuando tiene un teléfono entre manos y no piensa en si molesta al otro cuando teclea, que a esa hora te interrumpan una llamada o un mensaje que al parecer no podían esperar, que te indican que ese sueño fugaz no está permitido en un mundo en el que hay que estar siempre conectado.

Con esos antecedentes -y porque el libro es fantástico- era previsible que acogiera con entusiasmo El don de la siesta, en el que Miguel Ángel Hernández reivindica este hábito, esa "pequeña fuga", como una reconexión con nosotros mismos, como la conquista de un tiempo que nos es negado en aras de la productividad. El autor de las magníficas El instante de peligro y El dolor de los demás, publicadas en Anagrama como este ensayo, sabe bien que esa rutina que ha defendido en innumerables tuits es vista como una "mala costumbre", como sentencia un personaje de Conrad: Hernández cuenta que cuando trabajó como investigador en Estados Unidos el hecho de que se encerrara en el despacho y desconectara un rato suscitaba curiosidad y sorpresa, y él se sentía obligado después a "demostrar que no era un holgazán o un perezoso que desaprovechaba su beca tumbado mientras los demás, humanistas inquietos, producían conocimiento".

Ni siquiera durante el confinamiento, lamenta el autor, nos permitimos el descanso. "Esa fue una de las obsesiones desde el primer momento. Hacer cosas. No parar un instante", dice ante el aluvión de "vídeos en directo, recomendaciones, conciertos, recetas, ejercicios, visitas virtuales a museos" que surgieron esas semanas. En un recorrido tan delicioso como erudito, en el que asoman también temas como el cuerpo y la memoria -emociona esa leyenda de la huerta de Murcia en la que los difuntos vuelven en Todos los Santos a dormir a su casa-, Hernández carga contra esas pausas "reparadoras, energéticas" que promueven algunas empresas "en la era del coaching" y reivindica la "siesta prohibida, perezosa, insensata, hedonista. La siesta como vicio, como placer culpable, insano, casi prohibido". Sabias palabras.

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