El sitio de la lechuza

05 de septiembre 2021 - 01:46

En una de estas postreras noches de agosto, en la ciudad tranquila, una lechuza se posó en el poyete de la terraza que ocupa parte de la azotea. Sería a esa hora extraña de la primera madrugada. Era blanca más que parda, grande como dos cuartas. Su sigilo, la base de su capacidad de cazar y sobrevivir, acrecentó el natural sobresalto; de pronto encantados y enmudecidos con aquella presencia de un blanco como de otro mundo. Nos miró, giró con señorío el cuello irreal, se fio apenas de aquellos humanos, y partió sin rumor alguno, con tan queda forma de desplazarse en el aire: le faltó decir "buenas noches". Mi compañero de velada lanzó una conjetura: "la guitarra triste es lo que la atrajo". Lo tomé como un piropo, aunque quizá el mensaje llevaba guasa y algún fraternal veneno: "deja ya esos arpegios". Si el sonido quejoso de las cuerdas de metal le pareció al pájaro de noche un lamento de una posible presa, no se puede saber; uno prefiere pensar que era la curiosidad la que movió a aquella ave. O pueda que me viera atrapado por el síndrome Disney, con sus animales que hablan y sienten como nosotros. Esa compasión que acaba haciendo un héroe de quien evacúa perros de Afganistán pero no puede salvar en el mismo avión a sus cuidadores, porque para ellos no hay sitio. Qué decir. Qué gran belleza particular, y qué horror ajeno.

Durante los meses del confinamiento, entre marzo y junio del año pasado, que para nuestra memoria atónita quedan, los patos y otros animales menos amables tomaron las calles, hasta las peatonales de los centros urbanos. Espacios de pronto fuera de la realidad, fantasmagóricos y convertidos a ratos en paisajes después de la explosión sorda de una bomba de hidrógeno. Los autobuses urbanos hacían su ruta zombi, absurda. En esos días y noches, la lechuza debió de haber tomado aquella terraza como una atalaya de su plan de operaciones, de esa forma en que los pájaros colonizan los espacios en que pueden criar o estar a salvo de la crueldad. Bueno, no sólo los pájaros: lo hacemos igual todos los seres vivos. Pero ella vino, casi estoy seguro, a ver quiénes eran esos intrusos. Hipotecados y firmantes del título de propiedad del sitio de su gusto; pero para ella, ocupantes. Ella no sabe de préstamos. Ella vive al día. Temí por una gata que no ha crecido mucho; la imaginé en sus garras, alrededor del campanario de enfrente. Como en el caso del avión salvador de mascotas, la vida, lo cotidiano y su asombro no eran sino una torrentera que en su brío salvaje lleva mezclados lo amable, lo inhumano y lo inexorable.

stats