Aida Díaz Puertas

En defensa de los jóvenes

Soy consciente de que los lectores somos un poco cansinos escribiendo sobre los botellones. Pero prometo en esta carta no escribir más sobre lo mismo. Vivo en el centro de una mediana ciudad. Como ésta es una carta protesta me pondré en plan dramática y diré que comprar mi piso en este sitio es lo peor que he podido hacer en mi vida (es mentira, evidentemente). Saliendo de mi portal tengo la biblioteca central y enfrente, cruzando un pequeño jardín, un instituto con alrededor de 1.500 alumnos. La biblioteca tiene una parte techada, por lo que es el paraíso de los adolescentes cuando hace calor y cuando llueve. Cada vez que me monto en mi ascensor tengo que escuchar alguna queja del vecino de turno harto de estos energúmenos que se comen el bocata en el jardín. Y creo que esta carta se la dedico a todos ellos, a todos mis vecinos, incluida la del séptimo que tiene un chihuahua asesino. Nuestros adolescentes han estados encerrados un año entero, con todos sus días, por culpa de la pandemia. Han tenido que hacer videoconferencias para poder aprender matemáticas. No se han tocado, no se han abrazado, no se han emborrachado, ni fumado, no se han metido mano, ni morreado (mis hijos nunca, ehhh). ¿Podemos dejar a nuestros pimpollos en paz? Que se toquen, que se abracen, que griten, que besen y sí, que beban cerveza o kalimotxo, o lo que les dé la gana. Qué pasa, ¿qué nosotros éramos angelitos de la caridad? ¡Pero si yo fui la reina del futbolín! Sólo hacen cosas de adolescentes, de zagales que han vivido en una prisión impuesta que no merecían para nada. Necesitan disfrutar de la vida y demostrarle al mundo y a nosotros sus padres que están aquí, que tienen derecho a vivir una vida en libertad. Eso sí, que se pongan el bozal (la mascarilla) y, ya que estamos y si me lee mi vecina la del séptimo, que se lo ponga a su perrito.

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