La tribuna
Todo fue en vano
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Del Café, con mayúsculas, esa institución social y ciudadana nacida en el siglo XVIII y puesta de largo en el XIX, se ha dicho casi todo. Se ha señalado su condición de escenario literario, de lugar de debate, de centro de conspiraciones políticas y de redacción periodística, de espacio de encuentro para tertulias y negocios del cuerpo y del alma, de donde muchos salían para la gloria, el gobierno o la cárcel. Sin embargo, el más moderno Bar es otra cosa. Un establecimiento que surge en Estados Unidos y se extiende tras la conmoción de la Gran Guerra y que, como los neones y el cubismo, es la expresión de la modernidad más plena. Pronto se convirtió en uno de los símbolos del siglo XX y de sus nuevos usos, entre ellos el cocktail, la bebida que está en innovación continúa y en el origen del nuevo local. Bar y barman, templo y sacerdote creador de los néctares desconocidos, pero también lugar de las nuevas formas que han traído las vanguardias, aunque fueran las domesticadas por el art-déco. El Bar era un lugar nuevo, diferente del clásico café, decimonónico y modernista. En él no hay salón sino una amplia barra metálica y brillante donde oficia el barman ante los clientes, donde los veladores han dejado paso a unos asientos altos de diseño desconocido y a una decoración en la que los espejos y las luces competían en brillantez con los colores de las botellas expuestas en estanterías de cristal. Luz, metal, curvas, colores, mobiliario tubular, bebidas desconocidas de nombres extraños que se unían a los jugos de las frutas más exóticas.
En el Bar todo era distinto del Café tanto por la actividad como por la clientela. El asiduo del Bar no era el habitual del antiguo local. Nada les une: ni la actividad que realizan, ni los intereses que comparten ni lo que buscan en el local, que en el caso del Café se concibe como una continuación de la casa, y en el que hay cierta privacidad de salón. Por el contrario, al Bar lo define su carácter público y su condición de lugar de encuentro en horas concretas –el aperitivo o la noche–, como una prolongación de la calle, a la que no tarda en sacar mesas para aproximarse a la modernidad que circula por ella. Como supo ver Jacinto Sanfeliu, barman mítico del hotel Ritz y autor de El Bar (1949), es un nuevo espacio que nace ligado al aperitivo, que tiene una tertulia más corta y más dinámica, “en consonancia con nuestra época”. Y es que el Bar, al que Borges consideraba una degeneración del Café, ha expulsado al escritor, que no a la literatura, del local, pues hay obras como La Quinta Columna, de Ernst Hemingway, en la que el Chicote de la Guerra Civil tiene condición de protagonista. En el Bar se puede conspirar, acordar un negocio, intercambiar confidencias de cualquier tipo o conocer gente, pero no es el lugar adecuado para los diálogos serios y reposados del Café. Las largas horas de conversación y reflexión de las tertulias en los veladores del Pombo, de la Granja del Henar o de Fornos, no se podían trasladar a los sillones tubulares Rolaco Mac con que estaba amueblado Chicote, y menos aun a los taburetes del Tánger, Ivory o Bakanik donde podían sentarse los que se acodaban en la barra.
En el llamado Bar americano no existía ni lo doméstico ni lo institucional. Todo quiere ser informal, con esa elegante frivolidad que luego se llamará chic. En él prima una alegría un tanto vacía, como si fuera un cocktail de nada con sifón, inseparable de lo cosmopolita como apuntan las banderitas que, de manera un poco ingenua, decoraban el lugar, y las bebidas, con una ostentación muy déco del lujo contemporáneo. Pero la mayor novedad del Bar es que era el lugar de la nuevas mujeres, esas que los cursis llamaban “Evas modernas”. Cuando hasta entonces ninguna mujer osaba pisar el masculino Café, ahora la audaz joven de los veinte, aprendiz de flapper y entregada al chanelismo indumentario, frecuenta el bar a la hora del aperitivo, una actividad social inseparable del nuevo local y de la liberación femenina. Lo nuevo se imponía a golpe de bebidas exóticas tomadas en vasos y copas de formas y colores tan audaces como desconocidos, servidas en la coctelera, un recipiente metálico de líneas y geometría originales, que era casi una escultura.
En este entorno, el cliente del Café, que continuaba hablando de juegos florales o de los nuevos rumbos de la novela, no tiene cabida. De ahí que el Café tuviera una agonía tan larga como triste, arrastrando su existencia a modo de caricatura hasta llegar a la actualidad, en que se ha convertido en un museo. No ha tenido mejor suerte el Bar, perdido el entusiasmo y el encanto de los años veinte en que nace, cuando todo el mundo quería olvidar la Gran Guerra a golpe de lo que aquí se llamó combinación, sin saber que lo peor estaba por venir. Poco a poco, el encanto ingenuo de la novedad fue perdiendo su brillantez, como las cocteleras, al tiempo que las flappers dejaban de serlo en una postguerra europea que no estaba para alegrías.
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