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Tenderetes

Tenderetes

Paso camino del trabajo por delante de la carpa informativa montada por uno de los partidos de la oposición parlamentaria estatal, contra la prometida amnistía a los irresponsables que pusieron a Cataluña al borde de un trágico conflicto civil. Evoca ese concepto legal el tiempo, cada vez más lejano, en el que España vivió un proceso de restauración monárquica protagonizado por un joven ídolo, hoy denostado en su senectud, y caracterizado en sus fases iniciales por un rosario de graves dificultades, antes de que el sistema consagrado en el texto constitucional de 1978 alcanzara su plena madurez.

En aquella época turbulenta, posteriormente mitificada, una de las novedades del retorno del pluralismo partidista que los testigos del momento pudimos observar en las calles –incluidos quienes apenas teníamos uso de razón– fue la proliferación de tenderetes de propaganda del amplio abanico de formaciones en liza.

Nada tienen que ver esas imágenes grabadas en la retina de mis ojos infantiles con la moderna y funcional estructura que dejé atrás en el trayecto hacia mis obligaciones laborales. Los puestos de antaño consistían en poco más que una mesa plegable, cubierta con alguna bandera representativa de la ideología de las personas que se colocaban detrás de ella. Con frecuencia chavales con pinta de no haber finalizado aún sus estudios y a los que faltaba mucho para enfrentarse a grandes retos vitales como el acceso a un oficio, la adquisición de un hogar o la creación de una familia.

Innecesaria herramienta para los que lograron acaparar las cámaras legislativas, esta figura quedó pronto acotada a sectores marginales en la periferia del arco, fundamentalmente extremismos de izquierda y derecha. Entre este último surgió una subcultura marcada por un estilo intensamente kitsch, alrededor de cada uno de los tenderetes que servían como banderines de enganche y puntos de reunión de simpatizantes. Más allá de la búsqueda de prensa o literatura polémica, estos acudían para abastecerse principalmente de una quincalla integrada por llaveros, pisacorbatas e insignias, así como de las –entonces imprescindibles– banderitas adhesivas que pegaban en las correas de los relojes. Ya fuese con los colores rojigualdos de la enseña nacional, los rojinegros de la falangista o los rojos y azules de esa Fuerza Nueva que acaudillara el audaz notario Blas Piñar, portavoz de los nostálgicos que soñaban con la pervivencia imposible de un franquismo sin Franco.

Al margen del recuerdo de la desconfianza que solían inspirar entre el grueso de la ciudadanía, los que así se exhibían desde posiciones de diestra o siniestra, podemos juzgar con cierta perspectiva sus actitudes. Gracias al conocimiento de la ulterior evolución de los hechos, sólo cabe calificarlas como propias de la extraordinaria ingenuidad de quienes carecieron de la habilidad adecuada para adaptarse a las nuevas realidades y encontrar su hueco en ellas.

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