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DÍAS pasados tuve que acudir como notario a un geriátrico para recoger la firma a un interno. Era un triste requerimiento: el acta de declaración de heredero abintestato por el fallecimiento de su esposa. Ocurre con relativa frecuencia: matrimonio mayor sin descendientes (ni ascendientes) en el que fallece uno de sus miembros sin haber otorgado testamento. La ley establece que el heredero es el sobreviviente. Un procedimiento sencillo que exige una serie de requisitos legales que siempre hay que cumplir. Sorprende que el Tribunal Constitucional no haya respetado el principio de legalidad en sus últimas y más relevantes sentencias. Y esta reiterada vulneración del Estado de derecho tiene un nefasto efecto dominó en la sociedad española.
El taxista que me suele acompañar en mis salidas del despacho, me dijo “en este asilo han montado unas partidas salvajes por la tarde, el otro día echaron a unos cuantos voluntarios”. No lo entendí bien, y como ya estaba para bajarme solo respondí que aparcara el coche en la sombra, que tardaría unos treinta minutos. Eran las cinco de la tarde. Accedí al geriátrico, y pregunté por mi cliente al portero, quien me indicó que lo llamaría a la habitación, que lo esperara en la sala de juegos, “la que queda después del ascensor”. La dependencia en cuestión era enorme, con un buen aire acondicionado y tenía muchas mesas bajas, cada una rodeada con cuatro sillas. No había nadie. Tomé asiento y, al poco tiempo, accedió un señor muy mayor sentado en una silla de ruedas empujada por un acompañante de mediana edad. Se acercaron a mi mesa y, claro, me presenté como notario y le pedí el DNI. El acompañante contestó que ninguna tarde se lo habían exigido al anciano, pero que si era preciso inmediatamente subiría por él a la habitación. Y añadió, “yo soy un voluntario que vengo a acompañarlo cuatro tardes a la semana”. Mientras tanto, me puse a explicarle al muy senil residente lo que significaba, en términos generales, el acta de declaración de heredero abintestato. Noté que apenas se enteraba del asunto: mantenía la mirada, balbuceaba palabras ininteligibles y movía la mano izquierda de manera compulsiva.
A los pocos minutos entró otro interno, también en silla de ruedas, con el correspondiente cuidador y me preguntaron si yo era el notario. En ese momento me percaté del error y quedó aclarada la confusión, que solventamos con una sonrisa. Entonces apareció el voluntario con el DNI del primer residente, y le rogué que me disculpara, que no necesitaba ninguna identificación por su parte. Me respondió que, encantado, que se pondrían en la mesa de al lado, que me arrimara luego. Parece evidente que me tomó como si fuera otro interno (algo más joven) inexperto: recién ingresado.
El caso es que por fin pude leer y firmar el acta de marras con el cliente. Cuando recogía los documentos observé que cuando llegó otro anciano con su respectivo cuidador a la mesa vecina empezaron una partida de dominó por parejas. Los veteranos residentes contra sus cuidadores. Los pobres ancianos perdieron la partida con suma rapidez: todos festejaron la cara de asombro del jugador que se había quedado con el seis doble ahorcado.
Al salir le conté al taxista la escena del dominó, y me repuso: “Casi todos los voluntarios son excelentes. Aunque hay algunos que hacen una extraña labor humanitaria; acompañan a los “abueletes”, eso sí; pero con el fresquito del aire acondicionado, echan sus partidas, y se juegan las cervezas que se toman luego. Ya le dije que el otro día expulsaron de este asilo a varios voluntarios que se hicieron los dueños del cotarro, pasaban de los viejos y se montaban sus propias partidas pegando voces”.
Exiguas mayorías insisten en pervertir el Estado de derecho. Con el efecto dominó, la veterana España constitucional no podrá otorgar un testamento democrático; y los españoles, abintestatos y sin seguridad jurídica, desconfiarán hasta de una simple declaración de herederos.
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