En el convento granadino de las Esclavas de Santa Rita hubo una monja, la hermana tornera, espía de Satanás, que por querer hurtar la receta del dulce de calabaza (se pronuncia durse) se volvió loca. Esto cantaba hace ya casi cuarenta años, quizá por divina inspiración, Carlos Cano. A muchos kilómetros del barrio del Realejo, en la campiña sevillana, en Carmona, otras son las monjas que están ahora a punto de perder la cabeza, y no por asuntos de repostería ni culinarios. Los bulanicos (gracias, otra vez, maestro Cano) que trastornan el juicio de las monjas de Santa Clara nacen de la presumible estafa y del veraz engaño que vienen sufriendo, arrastrando, penando, y más, y más gerundivos, desde que alquilaron la gestión de su flamante hospedería a un prenda lerenda, cuyas iniciales son I., de Ignacio o de Íker, P., de Pereyra o de Paterson, y M., de Moreno o de Michelendiaga.
Las monjas clarisas llevan en Carmona desde 1460, que es cuando el papa Pío II concede licencia a dos piadosas hermanas llamadas Beatriz y Teresa Salcedo, para que se empareden en unas casas de su propiedad. Luego llegó la duquesa de Arcos, doña Beatriz Pacheco, esposa de don Rodrigo Ponce de León, y se enseñoreó del conventículo transformándolo -con donaciones y dotes- en el monumental cenobio que hoy conocemos, unos cuatro mil metros cuadrados de patrimonio histórico y artístico que se cae a pedazos en sus dos terceras partes. Para las clarisas de Carmona trabajaron artistas de la magnitud de un Valdés Leal y de un entallador como Felipe de Ribas. De la condición señoritil que históricamente las ha destacado habla bien a las claras el hecho de que su abadesa, desde los tiempos de los Reyes Católicos, guardaba en su faldriquera las llaves de la ciudad, y que, ya en el siglo XVIII, labraran una torre-mirador espectacular desde donde, entre otros eventos, seguían las fiestas de toros que se lidiaban en sus inmediaciones, cuyos gastos también se satisfacían de la bien provista talega abacial.
De todo aquello queda un inmenso galeón varado, habitado por trece monjas de procedencia keniata, menos una, sor Francisca, la de más edad, española de Castilla (también aquí, Abascal, chavalote, se nota, se siente, que África está presente). Una comunidad mestiza que a duras penas supervive fabricando pastelitos y enseñando las entrañas conventuales por un par de euros.
Colaboradores
Movidas entonces por la necesidad adecuaron hace dos años la deshabitada casa de la portera como hospedería familiar, a expensas de la benevolencia y generosidad de bienhechores particulares, empresarios, y de las hermandades carmonenses y la muy sevillana y trianera de San Gonzalo.
Y se concluyeron las obras, y el resultado fue una hospedería casi tan bonita como la de las agustinas de San Leandro, y se bendijo y se estrenó... y luego se jorobó el negocio por culpa del Dragón Infernal.
El negocio providencial cayó en manos de un presunto trápala o, quizá, despistado gestor, extremo éste que el Juzgado nº 2 de Carmona tiene que averiguar, cuyas iniciales –ya quedan dichas– son I., de Ignacio o de Íker, P., de Pereyra o de Paterson, y M., de Moreno o de Michelendiaga.
Impagos
La renta pactada -con la que las monjas contaban para subsistir- dejó enseguida de pagarse o se hizo con cheques ayunos de fondos. Y fue entonces que el dulce de calabaza se quedó sin almíbar.
En Carmona hubo seis conventos femeninos de vida contemplativa, y hoy únicamente queda el de la clarisas. Quinientos sesenta y tantos años ininterrumpidos. Clarisas de Carmona, agustinas de la Pila del Pato, jerónimas de Santa Paula, dominicas de Madre de Dios o capuchinas de Santa Rosalía, todas centenarias, y todas también conscientes de que su perseverancia pasa por Dios, desde luego, y su viabilidad económica por el turismo. Pero cuando la buena fe y confianza de las monjas no camina de la mano de la prudencia, la penitencia es quedarse sin plumas y cacareando. Y así, para no acabar como el gallo de Morón, el evangelio enseña: sed sagaces como serpientes y sencillas como palomas. Amén.