La tribuna
Un dilema difícil
Aunque no alcanzó ninguno de los objetivos militares con que soñaba el presidente Zelenski, la contraofensiva ucraniana sí logro poner al Ejército ruso a la defensiva durante los meses de verano y parte del otoño pasado. No parecía gran cosa, pero es ahora, después de que haya cesado la presión sobre las líneas enemigas en Zaporiyia, cuando vemos con mal disimulada frustración que la dinámica del frente vuelve a ser la de la ofensiva rusa sobre Bajmut: continuos ataques de la infantería que poco a poco, a empujones –100 metros hoy y quizá 200 la semana que viene– van expulsando a los soldados ucranianos de algunas de sus posiciones.
No está justificado el pesimismo de grandes sectores de la opinión publicada, como no lo estuvo el optimismo que acompañó a la caída de Robotyne. En la guerra de trincheras, hace falta una superioridad local de tres a uno para romper la línea enemiga y alcanzar éxitos tácticos. Pero no está ahí lo más difícil. Para convertir esos éxitos tácticos en algo más decisivo, es imprescindible contar con una poderosa fuerza mecanizada que, apoyada por un componente aéreo bien coordinado, pueda penetrar por la brecha y lograr objetivos operacionales o estratégicos. A pesar de las recientes baladronadas de Putin, seguramente destinadas a calentar una ficticia campaña electoral de la que ya conocemos el resultado, Rusia no tiene hoy a su disposición ninguno de estos elementos necesarios para ganar la guerra. A pesar de las reiteradas promesas de Zelenski, Ucrania tampoco.
Entonces ¿cuánto puede durar la contienda? Por desgracia, muchos años. Ni la abundante sangre derramada en el frente por unos y por otros, ni el heroísmo demostrado por tantos soldados anónimos, deberían ocultar el hecho de que ambos bandos combaten a medio gas, con una mano atada a la espalda. Ni Putin ni Zelenski han sabido movilizar para la guerra a toda su sociedad. Y ése es un lujo que Rusia quizá se pueda permitir, pero Ucrania no. Sorprende que el presidente Zelenski se resista a movilizar el medio millón de soldados adicionales que pide su jefe de Estado Mayor alegando dificultades presupuestarias. No vamos a negar los apuros financieros de Kiev, pero en una guerra existencial no basta con la sangre: también hay que apretarse el cinturón. Hasta donde sea necesario.
Entiendo, desde luego, la perspectiva del pueblo ucraniano. Ellos ponen los muertos en una guerra que creen de todos, y esperan que aquellos a quienes defienden les ayuden con recursos financieros y con material. Pero la perspectiva desde el exterior es diferente. ¿Cuántos españoles comparten el terror que tienen las Repúblicas Bálticas al Ejército ruso?
Para muchos países en Occidente, la mejor solución para esta guerra no es la derrota traumática de Rusia. Si esto ocurriera con Putin en el poder, el fracaso de su política llevaría a Moscú, con su derecho de veto en la ONU y sus 6.000 armas nucleares, a la órbita donde hoy se mueven Corea del Norte e Irán. Algo así sería malo para todos. Si pudiéramos elegir, sería preferible que sea el pueblo ruso el que, aunque sea a más largo plazo, se libere del régimen de Putin y retorne a la comunidad internacional sin demasiadas deudas pendientes. Quizá sea eso lo que explique la cicatería con que, a cuentagotas, se ha ido entregando a Ucrania lo que necesita para resistir, pero no lo que haría falta para ganar la guerra.
Hay, desde luego, riesgos en la apuesta por el largo plazo. Todas las sociedades tienen un límite que depende de su capacidad de sacrificio. No fue igual el de la ciudad de Numancia que el de la Francia de la Segunda Guerra Mundial. Es probable que el límite de Ucrania esté todavía muy lejos de alcanzarse, pero es cierto que, si se le da tiempo y los aliados occidentales no arrimamos el hombro, Rusia podría ganar la guerra. Y eso, por desgracia, haría retroceder al mundo a los tiempos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, revitalizando el hoy prohibido derecho de conquista.
Si es tanto lo que está en juego, ¿por qué dudar del compromiso de Occidente? El problema no está, como tantos han señalado, en el cansancio de los ciudadanos europeos y norteamericanos. Es cierto que nos aburre escuchar noticias que parecen repetirse. Empieza a ocurrir lo mismo con la Guerra de Gaza. También es cierto que los medios, siempre pendientes de las mediciones de audiencias, necesitan encontrar nuevos temas que atraigan nuestra atención. Pero no es la sociedad, sino la clase política, la que –hoy en Estados Unidos o en Hungría, y mañana quién sabe dónde– busca extraer votos hasta de los cimientos de nuestra seguridad.
Durante las últimas semanas, la prensa internacional se ha hecho eco del debate sobre la ayuda a Ucrania en el Congreso norteamericano. Pero ¿de verdad hablan sobre la ayuda a Ucrania? Tengo para mí que la política se ensucia cuando, lejos de discutir los méritos de una ley, se intercambian cromos en terrenos que nada tienen que ver. Lo ocurrido en España con la amnistía no es muy diferente de lo que está sucediendo en Washington, donde no es la necesidad de hacer respetar la Carta de la ONU, la seguridad de Europa o el futuro de la Alianza Atlántica lo que parece estar en juego, sino la política sobre inmigración que el partido republicano desea imponer a cambio de sus votos.
Hagan, pues, los políticos norteamericanos lo que les dicte su conciencia. Y lo mismo cabe exigirles a los líderes de la UE. Pero si algo me gustaría pedir al nuevo año que se aproxima es que cada palo aguante su vela. Cuando no sólo están en juego los derechos –incluido el derecho a la vida– de los ciudadanos de los territorios ocupados por Rusia sino también nuestra libertad de decidir a qué socios admitimos en la Unión Europea, que nadie justifique la traición al pueblo ucraniano con la excusa de que somos nosotros, los ciudadanos de a pie, quienes estamos cansados.
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