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José Luis Rodríguez del Corral | Escritor

“El desencanto forma parte de la vida. Lo que no se puede ser es cobarde”

  • De ser uno de los libreros de referencia en Sevilla, pasó a iniciar una carrera literaria que le ha llevado a ganar premios como el Sonrisa Vertical de literatura erótica y el Café Gijón

José Luis Rodríguez del Corral, en su domicilio.

José Luis Rodríguez del Corral, en su domicilio. / José Ángel García

José Luis Rodríguez del Corral (Morón de la Frontera, 1959) se considera un “vacilón”, uno de esos jóvenes de “fiesta en las azoteas y pitillo” que, durante los años 80 y 90, trajeron a Sevilla la modernidad cultural. Su librería La Roldana fue templo y parada inexcusable para todos aquellos que tenían algún interés por las humanidades en la ciudad, no sólo por la calidad de sus fondos y novedades, siempre cuidadosamente seleccionados y expuestos, sino por las tertulias que se creaban de forma espontánea y en las que podía participar desde el más insigne catedrático hasta el más raso de los estudiantes. Cuando tuvo que echar el cierre, Pepe Roldana (así es conocido por muchos) no miró atrás e inició una carrera de escritor, que “degenerando”, como él mismo apunta, le ha llevado a ganar premios como el Sonrisa Vertical, con su libro ‘Llámalo deseo’ (Tusquets, 2003) y el Café de Gijón de Novela por ‘Blues de Trafalgar’ (Siruela, 2012), entre otras obras de ficción y ensayo. En 2016 recibió, conjuntamente con editorial Renacimiento, el Galardón Letras del Mediterráneo por ‘Luna de sangre en Voramar’ (Renacimiento, 2016). También ha sido colaborador de Jesús Quintero, ha trabajado en publicidad y fue codirector, junto a Ignacio F. Garmendia, de la revista Tempestas, de tan grato recuerdo en Sevilla.

–José Luis Rodríguez del Corral, pero conocido en Sevilla como Pepe Roldana.

–Pepe es mi nombre callejero, porque en mi familia todos me llaman José Luis. Lo curioso es que me sigan llamando Pepe Roldana, cuando hace años que cerré la librería. Ahora me deberían decir Pepe Novelas, ¿no?

–Su infancia y adolescencia, hasta los 18 años, son recuerdos de Morón de la Frontera.

–Es la etapa que mejor recuerdo de mi vida. Allí, desde los quince años, participé muy activamente en la lucha antifranquista. Me multaron, fui a la cárcel, lo que provocó una manifestación…

–Un rojo del tardofranquismo...

–Pertenecía al comité de la Joven Guardia Roja, pero cuando llegué a Sevilla a estudiar, en 1977, me ficharon las Juventudes Comunistas, las del PCE. Desembarqué en el club Gorca, en la calle San Gregorio. En los bajos estaba la librería Taller, que formaba parte del gran conglomerado antifranquista que ya existía en esa época y en la que empecé a trabajar. Fue una experiencia instructiva, divertida y aleccionadora. Aunque todo el mundo era comunista, allí no había contrato de trabajo. Eso tardó mucho en llegar a la mentalidad de los comunistas…

–Esa experiencia desembocó en la apertura de la librería La Roldana, que en mis años universitarios, finales de los ochenta principios de los noventa, era toda una institución en el mundo cultural sevillano.

–Sé que es lo mejor que he hecho y haré en mi vida. Con La Roldana, lógicamente, quería ganarme la vida, pero sobre todo me motivaba el activismo cultural con el que había sustituido a la política. La puse sin un duro y es verdad que logré convertirla en un referente indiscutible en la ciudad. Quería tener los mejores libros y los mejores clientes y creo que lo conseguí.

En la Joven Guardia Roja creíamos que en la China comunista existía el amor libre, en plan californiano

–¿Fueron siempre buenas las relaciones con los clientes?

–Yo venía muy aleccionado de la librería Taller, que tenía clientes con cuenta abierta, pero muchos de ellos no pagaban. A un cuarenta por ciento de aquellos militantes de izquierda tan comprometidos les importaba un pito no pagarte… Cuando abrí La Roldana tenía claro que si fías demasiado tienes muchas posibilidades de perder al cliente y al amigo. Luego, como en todas las relaciones amistosas que tienen algo de amor, te duele la infidelidad… Pero tuve amigos-clientes maravillosos y para mí fue un bajón tremendo pasar de librero a escritor. Yo era más feliz como librero que ahora como autor. En las letras, el grado máximo es ser librero… después vas degenerando: escritor, editor… hasta llegar a distribuidor, que es lo peor de lo peor.

–¿Algún cliente estrella?

–Me ayudó muchísimo Fernando Gascó, que fue catedrático de Historia Antigua y que murió muy pronto. Fue decisivo para La Roldana. Sobre todo me dio el acceso a los departamentos universitarios, que era la parte menos vistosa pero más importante de la librería. También el hispanista Klaus Wagner y el historiador Carlos Álvarez Santaló. De mi generación, muchísima gente que sería imposible nombrar aquí.

–Volvamos un momento a sus orígenes como maoísta de la Joven Guardia Roja. Sé que fue una moda intelectual de la época, pero no deja de llamar hoy mucho la atención.

–Algún día escribiré sobre esa organización extremista y sus inconsecuencias. Entre las muchas cosas que creíamos estaba que la China comunista era un lugar donde existía el amor libre, en plan californiano. Hasta que viajó allí uno de Morón que se llamaba Soriano, que trabajaba en la fábrica de cemento y era miembro del PTE, y nos dijo que aquello era como aquí, que los novios iban cogidos de la mano y no había promiscuidad sexual… fue una decepción.

–Ahora se habla mucho de la amnesia de la generación de la Transición. De que no quisisteis ejercer lo que llaman memoria histórica.

–No era amnesia, sino que estábamos del franquismo muy hartos. Yo no quería vender libros de Ruedo Ibérico sobre la dictadura, entre otras cosas porque no los compraba nadie. Lo que nos apetecía era leer a Martin Amis, absorber todo el gran mundo cultural del que la censura nos había privado. Éramos una población joven con muchas cosas que hacer. No queríamos hablar del pasado, pero no por olvido, sino porque no nos interesaba absolutamente nada. Nos habíamos volcado en hacer cosas nuevas.

–Recuerdo a La Roldana como una de esas librerías en las que no sólo ibas a comprar, sino a hablar y, sobre todo, a escuchar.

–Era un lugar de encuentro en torno a los libros y no al alcohol, que es lo que se suele llevar en Sevilla. Había gente que se pasaba las horas charlando con el que entraba y salía.

–¿Para usted supuso un drama tener que cerrarla?

–Hombre, fue un palo, pero sólo lloro cuando me duele mucho físicamente algo. Estaba cansado y notaba que mi compromiso con los clientes había disminuido, iba menos por allí. Además, había bajado la clientela por la competencia e internet… Pero aquello se me endulzó mucho cuando, aquel mismo año de 2003, gané el premio Sonrisa Vertical con mi novela Llámalo deseo. La gente venía a la librería a darme el pésame y yo tenía una sonrisa que no me cabía en la cara.

Durante la fiesta del Sonrisa Vertical, en la Casa Batlló de Barcelona, sólo se bebía champán, nada de cava

–Fue el debut de su ya asentada carrera como escritor. Una novela erótica.

–Me interesaba la temática y Juan Bonilla me comentó que Tusquets estaba buscando una novela erótica con calidad literaria para celebrar el veinticinco aniversario del premio. El reto era tener un lenguaje procaz y poético al mismo tiempo; emplear las expresiones vulgares con las que nos referimos al sexo pero dentro de un aire literario. Lo hice, envié el libro y me dieron el premio.

–El presidente del premio fue el gran erotómano Luis García Berlanga.

–Fue mi gran valedor. Almudena Grandes tenía otro candidato, pero finalmente se impuso García Berlanga. Además, estuvo encantador conmigo. Fue divertidísimo. Una de las cosas de las que hablamos fue sobre las relaciones del humor con el erotismo. Con razón, él creía que un poco de humor podía estar bien en los preliminares, pero que después una actitud demasiado humorística termina eliminando el deseo y la pasión. Estaba muy triste porque había muerto su hijo Carlos Berlanga, el de Alaska y los Pegamoides, quien le buscaba en el entonces incipiente internet objetos y fetiches eróticos.

–Los que coleccionaba en su famoso ático. ¿Estuvo allí?

–No, lo traté en Barcelona un par de días, en una fiesta por todo lo alto en la Casa Batlló, que tiene un jardín interior maravilloso que no se ve desde fuera. Allí sólo se bebía champán, nada de cava.

–Cierto feminismo es hoy muy crítico con el erotismo y, sobre todo, con la pornografía.

–A las fantasías de las personas se les quiere aplicar una lobotomía social. Muchas feministas, que en otros tiempos consideraron el erotismo como una liberación, lo ven hoy como una servidumbre. Pretenden que las relaciones sexuales sean insulsas. Como decía Auden, el erotismo y la cocina te dan motivos para vivir… Con el paso del tiempo te das cuenta de que la vida no ofrece tantos de estos motivos.

–Su segunda obra publicada fue una novela histórica sobre Atila. Un género que, pese a los grandes títulos que ha dado, está hoy muy devaluado.

–Entonces, en el año 2000, no lo estaba tanto. La escribí fascinado por una historia que era más de poder que de amor y que empieza cuando Atila recibe en su campamento una carta y regalos de Augusta Honoria, hermana del emperador de Roma, ofreciéndose como esposa y aportando como dote la mitad del imperio. Siempre me han gustado mucho los pueblos nómadas y la caballería. Todos han sido guerreros, menos los gitanos, que es un pueblo artístico, lo cual dice mucho de ellos. La cólera de Atila es una novela que se vendió bien. Hicieron una traducción italiana que se publicó al mismo tiempo que mi hija se casó con un chico milanés. Mi consuegro compró todos los ejemplares que había en las librerías de Milán para que se los firmase a los invitados a la boda.

Un tío mío alemán se jubiló y se vino a vivir a Morón. A los cinco años decía: en Andalucía sólo queda la morralla

–Para muchos su mejor novela es Blues de Trafalgar, con la que ganó el premio Café Gijón, un thriller moral y una mirada desencantada hacia su generación.

–Sí, aunque no me reconozco claramente en una generación, porque participé en la lucha antifranquista con gente que era mayor que yo. En esta novela hablo de la generación inserta claramente en la Transición, la de la Movida. Trato del fracaso que supuso encontrarse un tesoro, que eran los fondos europeos, y malgastarlo miserable y corruptamente. Conozco muchos profesionales que estaban insertos en el sistema político y que hicieron algo parecido a lo que los protagonistas de la novela con el fardo de hachís: encontrar algo que no les pertenecía, quedárselo y revenderlo. Lo del hachís, como verá, es una metáfora de la situación política en Andalucía, que fue un gran fiasco.

–¿Se refiere al PSOE de aquellos años?

–Sí, claro, en la novela se menciona explícitamente. Si hubiese vivido en Valencia habría escrito sobre el PP. Tenía un tío político alemán, muy socialdemócrata y de Amnistía Internacional, que cuando se jubiló, ya con Franco muerto, decidió venir a vivir a Morón. Creía firmemente que se iba a dar un renacimiento de la cultura, de las artes… a los cinco años me decía indignado: “En Andalucía no queda más que la morralla”. Estaba dolido.

–Más allá de la metáfora, habla del hachís, la droga de varias generaciones entre los setenta y los noventa.

–Sí, pero no es una novela de vacilones, aunque algún día la escribiré. Es cierto que el hachís fue importantísimo para nuestra generación: la comunidad que creaba, los ritos, la música, el ir a comprar, los sobreentendidos… Yo soy un vacilón total: de fiestas en azoteas, guitarra y pitillito. El hachís, como el alcohol, puede ser positivo si se toma moderadamente.

–También habla de uno de los últimos paraísos costeros de Andalucía, quizás ya definitivamente perdido por la presión inmobiliaria.

–Todavía se mantiene algo, sobre todo por la parte de Zahora. Los que íbamos allí queríamos huir de nuestros padres, buscar la libertad que supone irte de casa… No queríamos ir a Chipiona de ninguna de las maneras. La primera vez que fui, en el 78, aquello era maravilloso: sin familia, con muy poca Guardia Civil, sin sanción social… Era una sensación absoluta de libertad.

Un conocido constructor entró en la librería y me pidió el libro más caro que tuviese. La época del boom era una ordinariez

–La novela también habla del desencanto. ¿Es posible vivir sin desencanto

–Creo que no. Ya decía Buda que las ilusiones son los velos de Maya, que inevitablemente traen dolor, porque la vida es corta y se sufre. Es imposible vivir sin encanto y sin desencanto. El desencanto forma parte de la vida. Lo que no se puede es ser cobarde.

–Demos un paso más en su obra. En Sólo amanece si estás despierto, aborda un problema que fue muy actual: el de los estrellados por la crisis que tuvieron que volver a casa de sus padres.

–Es el libro del que estoy más contento. Es una novela de encanto, no de desencanto. En ella, la gente que está hundida termina saliendo a flote. Si Blues de Trafalgar corresponde al crecimiento canceroso y corrupto de la economía, en Sólo amanece si estás despierto trata de cómo se sale del batacazo.

–¿La crisis nos vino bien a los españoles?

–A uno de los protagonistas sí, porque de ser un gilipollas que sólo está pendiente de lo exterior, pasa a quedarse sin un duro y conocer a una chica que no es especialmente atractiva, pero que tiene personalidad y un gran amor a los libros, un mundo que él no conoce pero en el que se puede ser feliz sin gastar un duro. La España del boom me desagradaba especialmente. Me acuerdo de un constructor que llegó a la librería y me dijo: “Cuál es el libro más caro que tienes, que me lo llevo”. Era todo una ordinariez.

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