Sol de justicia y de Rocío para el inicio de un sueño
Coronación
La Virgen del Rocío ya se encuentra en el Salvador tras un sofocante pero jubiloso traslado
La emoción se conjugó con la necesidad de paliar las altas temperaturas buscando las sombras de la Alfalfa y San Ildefonso
Las imágenes del traslado de la Virgen del Rocío al Salvador
Por entre las últimas sombras grises de una amanecida lejana se asomaba una claridad viva, aérea, con ciertos aristas aún primaverales, como rescoldos de un tiempo que quedó reducido a las cenizas de la memoria. Aunque estaba el sol por auparse definitivamente en los aleros de la ciudad, hubo un momento en que se hizo definitivamente de día: cuando, cuajada de buganvillas y de nardos, la Virgen del Rocío se despidió de la legendaria iglesia de Santiago, resuelta ya en la costumbre de reconocerla con la medialuna de las diademas sobre su frente de nácar.
La vieja cruz de guía de la cofradía, tras de cuyas aspas han ido multiplicándose las parejas de capirotes morados y verdes que atesoran todavía cierto cariz popular de otras Semanas Santas, zigzagueaba por Santiago en un ejercicio de memorias y de reencuentros. Asfaltos y adoquines presagiaban hondas candelas y amenazaban con comprometer la fortaleza de los cirios, que se desangraban como balsas de aceite olivarero. Para entonces, el perfil de la Virgen del Rocío ardía de una belleza sonrosada y cálida, sin palmas de bambalinas o espesor de naranjos guardando celosamente sus dos profundos ojos negros. En Santa Catalina, las señeras geometrías del paso de la Virgen del Rosario recogían infinitos pétalos que brotaban, súbitamente, de los balcones, al igual que las sevillanas y los vítores. Pero era un júbilo aún contenido, como de anticipo, como un presagio de guardar fuerzas.
El valor de los espacios sombríos y arbolados elevaba exponencialmente su cotización a cada segundo y en la Pila del Pato se refrescaban hermanos, costaleros y músicos. Los más pequeños engañaban con gominolas y chocolatinas el sofocante mediodía, que como un espadazo continuo achicharraba aún más las esperas. Los jarrillos de lata pugnaban con los tambores por arrebatarles el sonido más estridente y las guirnaldas del paso servían de filo para el damasco de los faldones. Más que rezar, los costaleros probablemente ni pensaban; simplemente cerraban los ojos, y centraban sus esfuerzos en atender las indicaciones de los también exigidos contraguías. Sin embargo, alrededor del paso solo había sonrisas y más sonrisas, abrazos y más abrazos. La Virgen del Rocío -qué bien le sienta el azul al verde de su nombre- le ganaba pasos a la tarde. Como centro gravitatorio de siete décadas de supervivencia, se elevaba por la Alfalfa como una Inmaculada murillesca, barroca de color y de movimiento. Sonó Rocío, como otras tantas clásicas en la vibrante esencia de la Cruz Roja, y todo el cortejo quedó comprimido en la antigua Alcaicería al resguardo del fuego, que descargaba con fuerza en la Plaza del Pan sobre abanicos y solapas.
Melodías de marismas parecían mecer los airosos e hipnóticos candelabros, cuyas tulipas rebosaban de claveles. A la una y media en punto, a la hora estpiulada y una vez finalizada la misa dominical -que propició la ampliación del horario inicialmente señalado-, el cortejo subió la 'rampla' de nuestras vidas, habiéndose limpiado previamente con serrín y papel para neutralizar el aceite que aún guardaban sus tablas. Volvieron a tronar los vivas a la Blanca Paloma en las altas naves del corazón de la ciudad, y se fundieron en una sola estampa tres nombres que vienen a significarse en un solo concepto: Amor. Pasión. Rocío.
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