La crisis de los 90

De Silicon Valley a parque empresarial

  • La recesión pos-Expo cercenó la ambición de crear un área exclusiva para las 'batas blancas'.

En 1989, la Junta de Andalucía encargó a un grupo de expertos de las Universidades de Sevilla, Málaga y Autónoma de Madrid, así como de la Sociedad Estatal Expo 92 el Proyecto de Investigación sobre Nuevas Tecnologías de Andalucía. Dirigido por Manuel Castells y Peter Hall, ambos profesores en Berkeley, este informe fue más conocido por su acrónimo, Pinta. El objetivo era la creación de un área especializada en la I+D a imagen y semejanza del Sillicon Valley californiano. En un erial tecnológico como era la Andalucía de entonces, la iniciativa buscaba servir de revulsivo para modernizar la economía andaluza, impulsando varias líneas de investigación, como la biotecnología aplicada a la agricultura o la informática para el sector turístico. Para ello, contaba con el apoyo de los principales proveedores de la Expo, que se comprometieron a apostar por el parque tecnológico tras la  exposición.

Además, significaba dotar de nuevos usos a los terrenos, los cuales disfrutaban de las mejores infraestructuras para el desarrollo de la actividad económica. La Isla de la Cartuja contaba con una red completa de fibra óptica, dos subestaciones eléctricas que garantizaban el suministro de energía en caso de avería o cinco redes diferentes de aguas: abastecimiento, alcantarillado, climatización, riego y contraincendios.

A las once menos cuarto de la noche del 12 de octubre de 1992, se fusionaron los logos de Expo 92 y Cartuja 93, simbolizando el final de la Exposición Universal y el pistoletazo de salida del proyecto esbozado por el Plan Pinta. Justo un año después se inauguró el parque tecnológico Cartuja 93, que ocupaba la mitad del recinto en el que se celebró la Expo, fundamentalmente las zonas que albergaron los pabellones internacionales.

Las ambiciones del Plan Pinta se dieron de bruces por la fuerte crisis económica que atenazó a España tras los fastos del 92. Cartuja 93 reflejó la cara amarga de la recesión. En el momento de la apertura, apenas media docena de entidades estaban ya instaladas en la Isla de la Cartuja, y poco después se añadieron algunas más como Rank Xerox, Siemens, la ONCE o la Escuela de Organización Industrial. A los tres años de la creación del parque tecnológico, la cifra de empresas  implantadas no superaba la treintena. La mayoría de los 3.000 trabajadores que cada día acudían a la Isla de la Cartuja no entraban en el perfil de batas blancas, sino que eran el fruto del traslado de varios organismos públicos para paliar el vacío. Surgieron voces que sugirieron destinar el suelo a otros fines poco compatibles con lo planeado inicipalmente por Castells como el residencial.

Pese a que no se llegó a este extremo, los rectores del recinto sí que se vieron forzados a flexibilizar los criterios de implantación. Los incentivos fiscales resultaron ser, al cabo, mucho más esenciales que el principio de la innovación tecnológica. Las exenciones no fueron las únicas ayudas –dos leyes de rango nacional de 1988 y 1992 regulan su existencia– para poblar La Cartuja de unas batas blancas que sólo se han visto en muy contadas ocasiones. Hubo también subvenciones y créditos por valor de 3.000 millones de pesetas de la época que son los que terminaron logrando el lleno total al inicio del nuevo milenio.

Junto a la vertiente tecnológica, el plan especial para la Isla de la Cartuja contemplaba desde el principio la creación de una zona de ocio, que heredaría los principales símbolos de la Expo: el mítico territorio del lago, el telecabina, el monorraíl, el Pabellón de España como sede oficial o el sistema comercial de los pases de temporada, que fue renovado en 1993 por 200.000 personas. Pero el Parque de los Descubrimientos no pudo con la decepción de los sevillanos, que añoraban el esplendor de la Expo y en 1995 cerró para volver en 1997 rebautizado como Isla Mágica.

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