Tener a un gran portero es para el resto del equipo como hacer funambulismo con red. Te sacude los nervios, te da ese punto de serenidad que el entrenador nunca va a insuflar al grupo por mucho que ahora se oigan sus soflamas bajo las gradas silentes.

El nivel del portero es el termómetro del equipo. Miren al Sevilla. El extraordinario rendimiento de Bono hace que resuene el nombre de Palop en los cenáculos sevillistas, con lo que eso supone. El vuelo del canadiense que juega para Marruecos se asoma ya al estrato del valenciano, considerado por muchos como mejor portero de la historia del club, ahí es nada. Y una cosa conlleva la otra: también el Sevilla de Lopetegui está haciendo méritos para ser cotejado con aquel equipo que ganó cinco títulos en quince meses con Juande.Un mal portero puede arruinar a un buen equipo, un buen portero puede sostener a un equipo discreto y un gran portero puede llevar a un gran equipo a sentirse prácticamente invencible.

La racha de victorias sevillistas pervive en las palmas de las manos de Yassine Bounou. El guardameta que Monchi pescó por cuatro millones de euros es un prodigio de instinto para salir a tapar y de elasticidad para alargar sus extremidades (la que le desvía a Messi con 0-0 puede ser clave para esa semifinal), también exhibe unos reflejos casi sobrehumanos (ese brazo recio ante el obús picado de Rafa Mir es la parada de la Liga). Pero pierde ese aura de imbatible cuando debe salir a atacar un balón por alto. No es tan seguro al embolsar los balones y opta por el puño cuando a veces hay que blocar. Son ganas de buscarle los defectos, que los tiene.

A sus virtudes, por cierto, algunos le llaman “suerte”: la victoria ante el Huesca fue “afortunada”. Como si salvar goles fuera algo ajeno a la naturaleza del juego y obedeciera a cuestiones esotéricas. En el fútbol de altísimo nivel, todo tiene un por qué. Aceptarlo es el mejor modo de crecer.