Toros

José Gómez Ortega, matador de toros

  • La Fundación de Estudios Taurinos de la Maestranza publica un oportuno y valioso libro de ensayos sobre Joselito que coincide con el centenario de su alternativa

Sin la tradición literaria aparejada a sus ritos y gestas, el viejo arte de la tauromaquia, como temen muchos aficionados, está condenado a la decadencia que por razones no siempre nobles auguran o desean los enemigos de la fiesta. Ese prestigio literario o el respeto que ha inspirado a los intelectuales -ayer Ortega o Bergamín, hoy Savater o Vargas Llosa-, a los poetas -ayer Lorca o Alberti o Gerardo Diego, hoy Francisco Brines o Carlos Marzal o Felipe Benítez Reyes- y también a los artistas, es lo que ha elevado la fiesta por encima de su valor costumbrista. El toreo es por sí mismo un arte, desde luego, pero es gracias a la alianza con otras artes como ha logrado trascender su ámbito propio para erigirse en referencia universal de la cultura española o hispánica.

Instituciones como la Fundación de Estudios Taurinos, editora de la colección Tauromaquias, son fundamentales para apuntalar ese prestigio que ha perdido bastante de su halo en los últimos tiempos, tal vez como resultado de la banalización de la vida contemporánea a la que se refiere Vargas Llosa en La civilización del espectáculo. El último libro de la colección, Joselito, el toreo mismo, coordinado por Jacobo Cortines y Alberto González Troyano, pone de relieve la importancia de mantener vivo un legado que merece ser reconocido más allá de los círculos taurinos, pues la fiesta no tiene mejor embajador ante el mundo que el alto reflejo que ha dejado en el arte, la literatura o el pensamiento.

Hubo una llamada Edad de Oro de la tauromaquia y en ella brillaron las figuras de Belmonte y Joselito, cuya rivalidad marcó toda una época. El Pasmo de Triana, que sobrevivió al menor de los Gallo largas décadas, encontró en Chaves Nogales a un biógrafo de excepción, que lo retrató para siempre en su imprescindible Juan Belmonte, matador de toros. Recuperado por Javier Pradera y don Julio Salinas en aquella benemérita editorial Alianza de los años sesenta, el libro de Chaves hizo mucho por difundir la leyenda de Belmonte, pero ya antes de su rescate, arropado por la reivindicación de Josefina Carabias, el torero, el héroe habían estado presentes de forma ininterrumpida en la vida y en la literatura española.

Joselito, sin embargo, que fue tanto o más grande que su rival, parecía que no había tenido quien le escribiera, quizá porque su muerte temprana, al tiempo que lo convertía en mito -haciendo realidad la milenaria sentencia griega: "el amado de los dioses muere joven"- le impidió tener una presencia continuada en la memoria de los aficionados. No es que no existieran aproximaciones a la figura de Joselito, pero tanto por la claridad y la limpieza de la edición como por su planteamiento abarcador este Joselito, el toreo mismo marca un hito que de alguna forma cumple una deuda aplazada de la ciudad de Sevilla, de la Real Maestranza de Caballería y de toda la afición hacia quien fue uno de los más grandes maestros de todos los tiempos.

Comienza el recorrido con un itinerario por la Sevilla "de entresiglos" a cargo de Eva Díaz Pérez, autora de una excelente novela, Hijos del Mediodía, que citaremos siempre entre las pocas que han sabido recoger el alma de Sevilla, su grandeza y sus miserias. En su vívida semblanza de la ciudad, la autora describe un contexto urbano degradado, aún convaleciente de la postración del XIX, en el que el regeneracionismo y las nuevas promociones literarias intentaban abrir los caminos de la modernidad. Díaz Pérez narra el contraste entre la Sevilla popular, festiva, noctámbula y la ciudad reinventada en vísperas de la Exposición del 29, la malograda aventura de la Monumental de San Bernardo o los roces del torero con los sectores más conservadores.

En Carácter y destino: de joven dios a ángel caído, González Troyano aborda la compleja personalidad del diestro y su conversión en mito conforme a un patrón simbólico en el que hay algo, nos dice, que no encaja. Fue Joselito uno de los últimos en vivir su profesión de una forma tan genuina, pero también un torero acostumbrado a triunfar que no sobrellevó bien -como vio el propio Belmonte- los obstáculos con los que se encontró en el camino, en particular el amor truncado por Guadalupe de Pablo Romero. Ese perfil melancólico completa la gran tragedia del diestro, que culmina casi de modo natural en su muerte insospechada. El héroe tuvo, así pues, un lado oscuro, que permite interpretar su caída como una suerte de sacrificio

Los Testimonios fotográficos de la vida, el arte y la muerte de Joselito, comentados por Teresa Gómez Espinosa, son otra de las grandes aportaciones del libro y el primero de los artículos que relaciona el toreo con otras disciplinas artísticas, en este caso la fotografía, entonces incipiente y en pleno ascenso como forma de documentar o embellecer la realidad contemporánea. Describe la autora la revolución que supuso la presencia de reporteros gráficos en los ruedos, una novedad que cambió la percepción de la fiesta, y luego enumera los nombres de los fotógrafos y revistas de la época, para a continuación repasar la vida de Joselito a partir de los documentos conservados, en un doble relato que arroja luz sobre el torero, el hombre, su trayectoria y su época.

El itinerario continúa con La tauromaquia de la época de Joselito de José Campos Cañizares, que explica la novedad de su arte al contextualizarlo en el toreo que se practicaba en las primeras décadas del siglo. Es un artículo fundamental para entender la contribución de Gallito y elucidar -cuestión aún hoy controvertida- si su toreo señaló el final de una etapa o estuvo en línea con la corriente de su tiempo o marcó el apogeo del clasicismo o fue, sencillamente, el más elevado que se ha practicado nunca. Campos concluye que tanto Joselito como Belmonte interpretaron a la perfección las suertes de su época y acometieron innovaciones trascendentales para el porvenir de la fiesta, logrando el equilibrio entre lo antiguo y lo moderno.

En La proyección artística de un torero legendario, Fátima Halcón enfrenta la presencia de Joselito en las artes, analizando el diseño arquitectónico de la Monumental de San Bernardo, un proyecto de Espiau compartido con el ingeniero Urcola, pero también o sobre todo el reflejo del diestro en la pintura, la escultura, el dibujo, la orfebrería o el cine. Autores como Zuloaga, Vázquez Díaz, Roberto Domingo, Ruano Llopis, Marín Higuero, Genaro Palau, Salvatella, Martínez de León, Castillo Lastrucci, Mariano Benlliure, Coullaut Valera o Juan Lafita dan fe de la profunda huella que la vida y la muerte de Joselito han dejado en la historia del arte, por desgracia no demasiado seguida, dice con razón Halcón, por los artistas de vanguardia.

Su recorrido es completado, en lo que a la literatura se refiere, por Jacobo Cortines, que recurre a un elegante In vita e morte para titular su inquisición sobre el rastro de Joselito en la literatura, que cierra el volumen. "Mucho más que escribir dio en vida que hablar José Gómez Ortega", empieza por decir Cortines, pero lo cierto es que su figura, aunque en ocasiones de forma póstuma, también tuvo reflejo en las letras. Además de seguir ese rastro perdido o soterrado, el autor desmiente la falsa dicotomía entre un Joselito preferido por la burguesía y la aristocracia y un Belmonte amigo del pueblo y los intelectuales. Pero las ponderadas palabras de Cortines sirven también como presentación de la antología final, que se ofrece en apéndice.

Se reúnen en ella evocaciones directas y más o menos contemporáneas: las crónicas de Pérez Lugín o José de la Loma, los recuerdos de Alberti, Agustín de Foxá o el gran Gregorio Corrochano, dos prosas intempestivas de Eugenio Noel y don Miguel de Unamuno -es sabida paradoja que los escritores antitaurinos han dedicado páginas memorables a la fiesta-, unos fragmentos de Bergamín, una estampa del peruano Felipe Sassone y una corona de poemas de Villaespesa, Cossío, Cortines Murube, Fernando Villalón, Gerardo Diego o el propio Alberti. La memorable elegía de este último fue escrita a requerimiento de Sánchez Mejías, para que su leyenda no se perdiera "en la memoria frágil de las coplillas del pueblo".

De este homenaje se beneficiará la figura de José Gómez Ortega, pero también la memoria de los buenos aficionados y el prestigio literario de la fiesta. Por todas estas razones y por haber alumbrado una obra impecable -gracias asimismo al trabajo de Victoria O'Kean-, tanto los coordinadores como los autores merecen la enhorabuena. Por cierto, en fin, que la fotografía de Calvache que ilustra la cubierta es una de las instantáneas más hermosas y reveladoras de la historia del toreo. Algo hay en ella que contradice el fondo brutal atribuido a la fiesta, la delicadeza del escorzo, la elegancia de la pose, la serenidad de un muchacho -antiguo muchacho, cabría decir, con Pablo García Baena- que remite menos a las referencias barrocas que al esplendor del Renacimiento e incluso más allá, a los días de la Antigüedad en los que se localizan los orígenes remotos de la tauromaquia. Recuperar esa elegancia, ese arte no aprendido, acaso sea una de las tareas pendientes del toreo de nuestro tiempo.

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