Del larguísimo metraje del espectáculo
CONTRACRÓNICA: UNDÉCIMA DE ABONO
La duración de las corridas rebasa las dos horas y media de duración en una apoteosis de tiempos muertos
'Anárquico' en todas las quinielas
Un gran 'Anárquico' salva la corrida de Santiago Domecq en una tarde declinante
EL martes de farolillos, en la resaca de la noche del alumbrado y en el inicio de los días grandes en Los Gordales oficia de bisagra en este serial de toros y toreros que empieza a poner a prueba las posaderas. En el resumen apresurado de lo que llevamos de Feria brilla la primacía artística y profesional de Morante y -si la memoria no hace de las suyas- los trasteos premiados de Manuel Escribano y Borja Jiménez. Pero para resumir lo acontecido también hay que hablar de los toros sueltos que han salido aquí y allá, casi siempre a cuentagotas. Ayer mismo hubo que sumar a la lista ese Anárquico que salvó el honor de su divisa, la de Santiago Domecq. Le tocó en suerte a Miguel Ángel Perera que, sin desmerecer de su enconmiable entrega, no terminó de redondear como se esperaba de él tras su gran actuación de la Feria de Abril de 2024.
Hablamos de ejemplares de buena nota, aislados en medio de encierros de medio tono, que han saltado este día o el otro, a veces sin tener suerte con los matadores que tuvieron delante. Y tampoco hace falta señalar. Ésa está siendo la norma de un ciclo que tampoco se escapa de una deriva que empieza a antojarse insoportable: la desmesurada duración de unos festejos convertidos en apoteosis de los tiempos muertos. Ya hemos hablado de ello pero merece la pena redundar en el asunto. La cosa empieza a torcerse desde que suena el pasodoble Maestranza, con el paso congelado de los alguaciles en su saludo a la presidencia y su vuelta a la puerta de caballos para recoger a las cuadrillas. La moda moderna es hacer esperar a los del jubón negro y la teja de plumas mientras empiezan a acumularse los minutos en medio de esa espesa espera en la que los espectadores rezagados -que ya son legión- tratan de alcanzar sus localidades por las estrechas escalerillas de los tendidos maestrantes.
El palco suele pensárselo algunos minutos más antes de sacar el pañuelo y a partir de ahí se amontona el tiempo, se demoran las suertes, se confunde la lentitud con la solemnidad y a todos los actores del espectáculo, hasta a los más insospechados, les entra un extraño síndrome de la despaciosidad -muy propio de las citas maestrantes- que convierte cada capítulo de la lidia en un tratado de demoras.
Podríamos poner mil ejemplos, comparando con el pasado próximo. Si no hace tanto se cambiaba el tercio en cuanto el toro estaba fijado, ahora se espera más allá del remate de los lances o capotazos para dar paso a los picadores mientras el bicho queda cerrado sin remedio en el recurrente burladero del cuatro. Los quites -en realidad son meros simulacros lejos de las monturas y sin el sentido y la oportunidad de librarlas del astado- están precedidos de unos eternos segundos de nada que contribuyen a crear esa sensación de vacío y siguen acumulando minutos en el contador.
La parsimonia en ir al toro de las cuadrillas con los rehiletes; el tiempo perdido entre el brindis y el primer muletazo -la moderna reglamentación ya no cuenta desde el toque de clarín- y la desmesura de las faenas sea cual sea la condición de los astados ha llevado las corridas, entre otras muchas cosas que algún día volveremos a reseñar con detalle, a la frontera de las tres horas. Hay que repetirlo las veces que haga falta: el debe del espectáculo moderno es el exceso de su duración, su exasperante falta de ritmo. Y ahí tienen mucho que decir los protagonistas implicados. Pero parecen no echar cuenta.
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