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Viernes Santo

El día de la reconciliación

  • A la jornada sólo le sobra el cansancio acumulado de la semana y el frío para ser perfecta Este viernes cura las heridas de una fiesta que tiene el enemigo dentro, tanto en el público como en las cofradías.

Amanece este Viernes Santo con bruma espesa. El sol no aparece hasta bien entrada la mañana. El centro se queda desierto. Sumido en un duermevela. La fiesta se apura en los barrios. En la Resolana, en Pureza o Verónica. Calles donde se consuman los últimos coletazos de la Madrugada. En pocas horas, la ciudad está sosegada y en calma. Los primeros momentos de la tarde parecen sacados de los grabados de García Ramos. Lipasam acaba de hacer su faena en el Arenal. Sobre los charcos se reflejan nazarenos de terciopelo azul y guantes de cuero.

La cofradía, perfectamente ordenada, discurre por las entrañas de una urbe atrapada aún en el tiempo sin tiempo del niño. Aquél donde las manecillas del reloj han perdido su sentido. El jueves parece lejano y ni siquiera han transcurrido 24 horas. Un día entero sin solución de continuidad. Un siglo en la mente del sevillano. Cuerpos cansados que buscan cualquier respaldo. Ya sea el de una mugrienta fachada o el umbral de una puerta. A estas alturas de la semana mantener la compostura resulta tarea complicada. El mejor apoyo siempre se encuentra en la barra de un bar, donde el café es el único lenitivo para evitar caer en las manos de Morfeo. Otros hallan en la copa de balón la mejor vía de escape al sueño. Llega el galeón carretero con su nuevo monte tallado. Con su hojarasca romántica y sus garras en los zancos. La luz de esta tarde dista mucho de la de aquellos Viernes Santos acostumbrados al castigo de la lluvia. El cielo se ha vestido de celeste. El viento que sopla ahora no es ni denso ni suave, como describiera Cernuda. El aire es gélido y fuerte. Obliga a dejar cualquier ropa de entretiempo en el armario. El abrigo que no se usó en enero se convierte en reclamo. Atavío de invierno para el primer viernes de primavera.

Pasa la Virgen de la Soledad con las palmas de las manos hacia arriba. Hay días de Semana Santa que se definen por la trasera de un palio. El viernes no iba a ser menos. La trasera de la Carretería y la de Montserrat conforman el mejor cartel de una jornada que siempre evoca tiempos pasados. A una fiesta sin bulla, de público preciso y selecto. De cofradías para paladares exquisitos, sin trompeterío exacerbado ni izquierdos por delante. Tan elegante resulta la jornada que no se ven en los balcones esos jóvenes de chaqueta entallada y cubata en mano, que se han multiplicado -como el milagro de los panes y los peces- desde el Domingo de Ramos.

Por no verse no se ven -ni se huelen- los puestos de perritos calientes que pueblan las entradas de las cofradías de barrio. Es el aroma ignorado en los pregones. No sólo de azahar e incienso vive el sevillano en Semana Santa. También el olor a salchicha, hamburguesa y ketchup colmata el olfato estos días. No hay que irse al extramuro. La propia carrera oficial dibuja cada noche la auténtica postrimería de la fiesta cuando pasa el último cortejo. Bajo ricas colgaduras rojas -algunas bastante raídas- las bolsas del Burger King y del MacDonald's versionan la obra de Valdés Leal. Barroco actualizado. Basura globalizada. Un abonado de negra corbata degusta un macmenú en Sierpes mientras escucha la esquila que hace sonar el muñidor de la Mortaja. Sonido que advierte del entierro de Cristo y de lo efímero de la vida. Tan breve como la hamburguesa que acaba de engullirse en dos bocados. No han llegado aún los 18 ciriales de la cofradía cuando la carne picada ya es historia. Pretérito digestivo grabado en los dedos llenos de mostaza con los que ahora se persigna mientras pasa el misterio de Jesús Descendido. La ciudad soñada y la real, frente a frente.

Hay que alzar la vista en este último viernes de marzo para no toparse con el suelo de la ciudad, para no perturbar la mirada en la contemplación de unas calles alfombradas con cáscaras de pipas y latas de refrescos. Reservar la retina para el oro persa que cubre a la Virgen de Loreto o en la filigrana de plata que envuelve a la del Patrocinio. Deleitarse con el monte de rosas malvas de la Soledad de San Buenaventura -a la que ha redescubierto Grande de León- o en el de lirios del dulce Nazareno de la O. Dejarse llevar por el aroma de los jacintos de Montserrat o por el crujir de la canastilla de la Mortaja. Y abrir bien los párpados para desmentir la leyenda de que las potencias del Cachorro atraen la lluvia. Si acaso, mucho frío.

El Viernes Santo sana las heridas de una fiesta que tiene el enemigo dentro. Tanto en el público que acude a contemplarla como en las cofradías que la integran. Una celebración a la que ha habido que aplicar curaciones de urgencia ante los síntomas de riesgo que presenta. Vallas que desmitifican la ciudad de la bulla. Cortejos con demasiado protagonismo de corneta y escasa atención al decoro de sus nazarenos.

Este viernes reconcilia con la Semana Santa. Con la belleza idealizada. La jornada que habla con los ojos. Con los del Cristo de la Conversión, que prometen el paraíso. Con los del Cachorro, que pregonan la última esperanza. Una jornada tan medida, tan elegante, que parece de otros tiempos. Un día al que sólo le sobra el frío, el cansancio y unos dedos llenos de mostaza.

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