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Cultura

La flor dorada

  • 'ALARMAS Y DIGRESIONES'. G. K. Chesterton. Trad. Miguel Temprano. Acantilado. Barcelona, 2015. 192 páginas. 14 euros.

En este breve y deslumbrante volumen se recogen artículos firmados por Chesterton al término de época eduardiana y en los primeros meses del reinado de Jorge V. Quiere decirse que dichos artículos aún no vienen agravados por la pavorosa sombra de la Gran Guerra (los artículos abarcan de 1908 a 1910, el año del cometa Halley), y sí por la formidable herencia victoriana, cuyo indudable esplendor artístico se acompañó de una no menos indudable penuria económica y social, resumida por Dickens y Doré en los slums londinenses. Esto bastaría para explicar tanto el tono modernista de su escritura como su interés por la democracia popular, cuyas virtudes nunca dejaría de ponderar, como depositaria del más anómalo de los sentidos y el más extraño de los dones: el sentido común y la alegría. Lo que esto no explica, bajo ningún concepto, es la radical anomalía del propio Chesterton.

No hay, en el siglo XX, un escritor más alegre, más violentamente alegre, y al tiempo más pesimista, que Gilbert Keith Chesterton. Podríamos mencionar, como partícipes de su escueta estirpe, a Álvaro Cunqueiro, a Ota Pavel y a William Saroyan. Sin embargo, lo que en ellos es un alegre y melancólico aposentarse en el mundo, en Chesterton se transforma en una virulenta y expresiva reclamación de la vida; una reclamación, de precisos contornos, obrada contra contra el capital, contra el socialismo y contra la fúnebre parcialidad del intelectual sabio y equidistante. A fuer de pesimista, Chesterton se ha convertido en franciscano en el país de Enrique VIII. Y en sus páginas arde, con fuego perdurable, tanto la vanidad del mundo como su atroz e innumerable maravilla. Podríamos decir que Chesterton ha escogido los ojos de Chaucer, su malvada inocencia, para revelar al hombre la Creación, no mediante la ciencia y la destreza de Mr. Watts, sino desde la airosa perspectiva de una gárgola.

Imaginemos, pues, una flor dorada; imaginemos su extrañeza, su aroma, su brillo insólito. Si imaginamos también cuánto hay en ella de generoso e inútil (si adivinamos cuánta vida se encierra en esa vida portentosa y breve, en esa vida impar, rotunda y excesiva), entonces nos habremos acercado, siquiera vagamente, a la obra y al misterio de G. K. Chesterton.

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