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La tribuna

josé Manuel Aguilar Cuenca /

D e tasas judiciales y desencanto

CONTEMPLO con recelo los planes de privatización de la salud pública disfrazados de gestión, ajuste, racionalización y mil palabras más, a las que tanto afecto le tienen nuestros políticos de todo signo, y aún he de reconocer que algo hay que hacer.

Una vez aprobadas las nuevas tasas judiciales, no tengo por menos que recordar que según el World Economic Forum el sistema judicial español se sitúa por debajo de la media mundial en términos de eficiencia. España ocupa el puesto sesenta y ocho en una muestra de ciento treinta y tres países, justo después de Malaui, Malí, Zambia, Ghana y Uruguay, e inmediatamente antes de Uganda.

El mes pasado, por no irme más lejos, observé atónito una anécdota que aún no se cómo calificar. La escena es como sigue: juicio en un pueblo al norte de una provincia andaluza. Es la segunda convocatoria, ya que la primera se hubo de suspender por incomparecencia del psicólogo de la Junta de Andalucía. Esta vez comparece: en coche oficial y con chófer. Allí nos tienen ustedes. El chófer, el funcionario y yo esperando toda la mañana para entrar a declarar. Entonces uno cae en la cuenta de que el coste que le he producido yo a mi paciente es de exactamente doce euros, el precio (ida y vuelta) del autobús. La asistencia del funcionario al juicio ha costado al dinero de todos un coche, la gasolina, el mantenimiento y seguro del vehículo y el sueldo de dos funcionarios. A cada uno de ustedes les dejo valorarlo.

Todos hablamos de la corrupción en la Administración, muchos conocemos a alguien que cobra ayudas públicas de forma fraudulenta, algunos podríamos señalar a aquellos que han firmado supuestos informes de asesoramiento por un coste cinco, seis o cien veces superior a su valor real o vemos cómo se usa diariamente material público (medicamentos, coches, electrónica, etc...) con fines privados. Personalmente, conozco a amantes de cargos públicos que no han dudado ni un instante en comer en los mejores restaurantes, conscientes de que todo aquello se pagaba con dinero de nuestros impuestos. Ahora se lamentan porque aquello ya pasó, no porque les remuerda lo más mínimo la conciencia. Y uno piensa: ¿no estamos pagando el ser un pueblo consentidor?

Mientras la picaresca siga haciéndonos gracia, en vez de alimentar nuestra indignación, todo va a permanecer igual, pero como hemos podido comprobar en los últimos años indignarse ya no basta. Tenemos que empezar a denunciar, señalar con el dedo a aquel que conocemos engaña, estafa, roba, porque lo hace con el consentimiento o la mirada perdida de todos. En la cultura de los países de nuestro entorno esto es algo habitual. Por supuesto, muchos amantes del pensamiento blando podrían pensar que estoy haciendo un llamamiento a la delación. Nada más lejos de mi intención. Estoy pensando exclusivamente en que estoy en mi perfecto derecho de reclamar y pedir cuentas del dinero que, con todo orgullo y sacrificio, entrego al común para mantener el lugar en donde habito.

Sí, la picaresca, el pillo, el listillo nos hace gracia, pero la sonrisa se borra del rostro cuando es uno el directamente afectado, tal vez en forma de recorte de sueldo, tal vez al ver que este año la paga extraordinaria va a hacer más que nunca honor a su nombre, tal vez al comprender que tenemos que trabajar más horas para ganar menos que antes. Si hiciéramos el ejercicio de pensar que lo que se está perdiendo es la maestra que debería sustituir una baja maternal en el colegio de su hijo, el coste para renovar los contratos de los médicos interinos o el sueldo de los investigadores de una enfermedad que tal vez mañana podría afectar a cualquiera de nuestros seres queridos, cuando no a nosotros mismos, estoy seguro de que no nos dolerían prendas en señalar con el dedo.

Somos un pueblo consentidor, con valores y principios excelentes que cohabitan con penosos y vergonzantes hábitos como el señalado arriba. La autocrítica es un ejercicio sano, pero lo que contemplo casi a diario es que se está imponiendo en mi entorno la ironía. La queja es un derecho, pero miro con preocupación que no pasa semana sin que algún conocido afirme con rotundidad que se niega a votar otra vez, que desiste, que no piensa volver a participar en los instrumentos que nos ofrece la democracia. Ese sentimiento, esa tendencia se está haciendo cada vez más y más grande, y tal vez sería momento de que nos detuviéramos un momento, un instante al menos para recordar que tras la inacción de la buena gente siempre, y ahí está la historia para comprobarlo, llega la ocasión del oportunista, bien en forma de populismo, bien en forma de radicalismo, nacionalismo, intervencionismo, autarquía o a saber qué.

Algo tenemos que hacer. Indignarse no es suficiente. Tal vez sea el momento de señalar con el dedo. Si el político no da ejemplo, bajándose él el primero el sueldo, renunciando a su Audi, a sus privilegios de casta, que no me pida que le mire a la cara y le tenga respeto cuando baja el sueldo a los funcionarios o privatiza un servicio público.

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