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Adiós al reverendo

COMO cualquier niño que admiraba a su padre, pensé que no moriría nunca. Quizás yo tenía más motivos que otro niño para pensarlo. Cuando yo tenía 10 años, su cara aparecía plasmada en todos los camiones del New York Daily News bajo el lema Get the reel story (Consiga la historia Reel). Mi padre fue periodista en Nueva York durante 38 años. Cuando trabajaba como articulista para el Daily News, el periódico tenía la tirada más extensa de todo el país, más de tres millones de ejemplares. El reparto de tantos periódicos requería muchos camiones, cada uno de ellos -pensaba yo en la cama por la noche- llevando su cara, a tamaño de pantalla de cine. Algunos años más tarde, en el autobús camino al instituto, vi a alguien que se echó a reír leyendo su artículo. Me pareció magia. Sin estar físicamente presente, mi padre pudo hacer reír. Este hecho me mostró el poder de la palabra bien escrita. Me hizo querer seguir sus pasos.

Su éxito seguía en auge cuando yo, con 21 años, conseguí un puesto con futuro en un periódico de Nueva York. Avanzaba lo suficiente para darme cuenta de que ser el hijo de mi padre me daría disgustos, además de ventajas. Tropecé con la mala intención. Un día, un entrenador de fútbol al que entrevistaba, al enterarse de mi apellido, me dijo que nunca llegaría a ser un periodista del nivel de mi padre. Sus palabras me marcaban. Después de tres años en el oficio, lo dejé para dedicarme a escribir libros, no artículos, para no tener que escribir a la sombra de mi padre.

Me sentía aún más intimidado por los logros de mi padre, puesto que nunca daba mucha importancia a su carrera profesional. Cuando yo era adolescente, mi padre cortaba con frecuencia su jornada para ir, con ganas, a cada uno de mis partidos de baloncesto, aunque era suplente y apenas jugaba. Hacía lo mismo con mis dos hermanos. Según mi padre, los horizontes que no amplió como escritor, las exclusivas que perdió como periodista, fueron debidas a la falta de imaginación, astucia y talento. No estoy de acuerdo. A pesar de alcanzar la cima de su profesión, la verdadera vocación de mi padre fue su familia.

Cuando yo tenía 32 años y vivía todavía a tope mi soltería, pensaba que por fin había escrito el libro que me abriría las puertas del éxito: una divertida recopilación de toda mi experiencia romántica. Como siempre, hice que mi padre le echara un vistazo.

-Sólo quiero que me ayudes a perfeccionar la prosa -le dije-.

Una semana más tarde, me devolvió el manuscrito:

-El problema del libro no es la prosa. Es tu pensamiento.

Su cara ojerosa me vino a decir que la lectura le había hecho sufrir.

-¿Mi pensamiento? ¿Cómo es?

Mientras el pensaba, intenté adivinar:

-¿Desorganizado? ¿Opaco?

-No -me dijo, como siempre maniático por la palabra idónea-. Pueril.

Si no hubiera visto lo mucho que le costó echar por tierra toda mi ilusión, no habría retomado el libro con nuevos ojos, viendo de inmediato que su valoración no podría haber sido más certera.

¿Cuántos escritores han tenido la suerte, durante su aprendizaje, de aprovechar críticas tan sinceras, serias y directas?

Su orientación y consejos sobre el proceso de escribir se podían aplicar igualmente a la vida: "Evita las palabras inútiles;" "Bendice, no impresiones;" "Nunca llega a ser fácil, pero quizás puedas llegar a hacerlo mejor". Solía decir también: "Los periodistas somos artesanos, no artistas" y después lo desmentía con sus redacciones. En una de mis preferidas, en 1977, reprodujo una conversación que tuvo con mi hermana, de 6 años, sobre Dios, en la que le hizo preguntas como: "¿Puede Dios ver a través del techo del coche?" y "¿Puede Dios hacer el pino?" Terminó el articulo así: "Úrsula empieza el primer curso del colegio mañana. Asistirá a una escuela pública, donde hablar de Dios no está permitido. ¡Qué profesores más afortunados!"

En 2005, dos semanas antes de que yo viajara a España para probar suerte, le diagnosticaron cáncer. Los médicos eran optimistas, y él también. No dudé ni un momento en seguir con mis planes. Él tenía tanta ilusión en mi aventura como yo. Su hijo iba a ser, como habían sido Fitzgerald, Hemingway, Joyce y Henry Miller, un escritor expatriado.

Un año y medio más tarde, con el cáncer ya en remisión, le llamé para decirle que iba a tener su primer nieto varón y que iba a llevar su nombre. La noticia le cogió tan desprevenido que empezó a reír a carcajadas. El cáncer ya había vuelto antes de que naciera mi hijo. Rezaba para que viviera para ver a su tocayo. Duró el tiempo suficiente para ver a su hermano también, nacido 15 meses más tarde. Los 20 artículos que publiqué en Diario de Sevilla antes de su muerte no le importó que fueran escritos en un idioma que no entendía, fueron la guinda para él. En una de nuestras últimas conversaciones, me afirmó con orgullo: "Tuviste que trasladarte a otro país, aprender el idioma y escribir con él para conseguir el foro que mereces".

Se murió el 3 de mayo, con 71 años. Más de 200 personas asistieron a sus honras fúnebres. No hablaron de que mi padre fuera, durante un buen tiempo, el articulista más popular del periódico más leído en EEUU, o de que uno de sus admiradores más fervientes fuera Frank Sinatra, que le llamaba para felicitarle cuando leía un articulo que especialmente le había agradado, o de que por lo menos tres alcaldes de Nueva York intentaron, en balde, congraciarse con él. Mientras los asistentes me hablaban de su experiencia con él, tres palabras surgieron una y otra vez: humilde, servicial y sabio. Descubrí de mi padre muchos detalles que antes desconocía, pero lo que me hizo enorgullecer más fue que le llamaran "reverendo" en la sala de redacción del Daily News.

El hecho de que, en el extranjero, encontrara la felicidad y la vida familiar que mi padre siempre había querido para mí es exactamente lo que me impidió llegar a tiempo para estar a su lado durante sus últimos días y momentos. Para compensar el haber perdido no sólo al hombre más importante de mi vida, sino la oportunidad de acompañarle en su recta final, lo traigo aquí a vuestro lado, en palabras, en un periódico, a través del oficio que me dejó en herencia, para que incluso aquéllos que no lo conocían lo conmemoren.

El mismo día que llegué a casa después de la muerte de mi padre, mi madre me preguntó: "¿Qué tamaño de pie tienes?" Bajé con ella al sótano donde estaban los zapatos de mi padre y me los probé. Me quedé con unos de ciudad, las palas bien domadas pero todavía brillantes, y las suelas y tacones gastados de mucho andar. Se me amoldaban perfectamente a los pies. Me encontraba andando como él, con un bote en cada paso y los pies ligeramente abiertos. Durante mi estancia, tan sólo me los quité para dormir y para las honras fúnebres. Después los traje a Sevilla. A ver a dónde me llevan.

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